La belleza sonora de las ideas

Un texto de Alberto Bernal, con indicaciones de interpretación de Erik Satie [1]

Que el sonido del aire a través de las hojas de un álamo, un nocturno de Chopin, un madrigal de Monteverdi o una obra tardía de Morton Feldman puedan resultarnos bellos, tremendamente bellos, es algo que está tan fuera de toda duda como tan dentro de tantas y tantas otras obras musicales y textos sobre Estética.

Que un 4’33″ de Cage, un Chord Catalogue de Tom Johnson, un Poema Sinfónico para 100 metrónomos de Ligeti o escuchar cómo se cruzan dos bandas militares (Ives) puedan resultarnos ideas interesantes, tremendamente interesantes, está también, matizaciones subjetivas aparte, fuera de toda duda.

Avec étonnement

La duda (o sospecha) irrumpe claramente cuando planteamos que una idea, sin más, pueda resultarnos bella.

Con “sin más” quiero decir: la idea como tal, en todo su esplendor intangible, e independientemente de su posible experimentación como materia (sonora, plástica, literaria…). No una idea como estrategia para crear una determinada materialidad, sino una idea, sin más.

Con “bella” quiero decir: bella como una obra tardía de Feldman, como un madrigal de Monteverdi, como un nocturno de Chopin o como el sonido del aire a través de las hojas de un álamo.

Y, aunque admito que este texto, per se, podría expandirse también hacia la belleza visual, plástica o literaria, trataré de acotarlo lo más posible hacia aquello que con la expresión “belleza sonora” quiero relacionar directamente con la experiencia estética de lo sonoro (ya llamemos a esto música, arte sonoro o de la manera que consideremos más apropiada)[2].

Y, aun consciente de que dentro del ámbito de la Estética la noción de “lo bello” como único objeto de estudio ha sido ampliamente puesta en duda mediante la introducción de otras categorías de lo estético (como lo sublime, lo grotesco, lo cómico…), quiero mantener el órdago y tratar de no salirme de aquello que, más allá de toda duda, percibimos simplemente como bello, por muchas dudas que podamos tener en la complejidad de su definición. Pues, si bien no seré yo precisamente quien ponga vallas a la expansión de la experiencia estética, quiero evitar a toda costa que el destino de este texto sea acabar diciendo algo así como que “lo interesante también puede ser una categoría de lo estético”, y acabar así convirtiendo en humo lo que ha empezado sonando como aire.

Modestement

Quiero comenzar mi acercamiento planteando el contraejemplo de un caso hipotético extremo: supongamos que asisto a un concierto en el que alguien realiza una interpretación de un nocturno de Chopin. Como apuntaba más arriba, esta experiencia será percibida por mí como algo indudablemente bello, incluso aunque este nocturno no esté entre mis favoritos y la interpretación no sea excelente.

Supongamos ahora que asisto a otro concierto en el que hay programada una obra de estreno, la cual resulta estar escrita en un impecable “estilo Chopin”. Casi con toda probabilidad, esta otra experiencia será percibida por mí como algo, si se me permite la expresión, absolutamente anti-bello; y seguiría siendo así aun incluso en el caso de que aquello que se estrenara pudiera llegar a estar escrito por el mismísimo Chopin (el compositor podría haber plagiado un manuscrito de un nocturno desconocido…).

El hecho de que dos experiencias con un contenido material tan similar me produzcan una percepción estética tan marcadamente diferente, nos debería hacer sospechar que en esta experiencia estética en concreto hay algo más allá de lo meramente material que está contribuyendo de manera muy notoria en mi percepción de la belleza sonora de la materialidad de lo que suena. En mi caso, la “idea” de hacer una música como la de Chopin en pleno siglo XXI me parece antiestética hasta el punto de que la belleza de la materialidad es incapaz de compensar la anti-belleza de la idea subyacente, algo que no me sucede cuando escucho Chopin a sabiendas de que es una música del período romántico.

Por supuesto, el hecho de que este hipotético caso sea percibido por mí de esta manera no implica que todo el mundo lo tenga que percibir igual. Puede que a otras personas no les pareciera tan horrible algo así, si bien no les será tampoco demasiado complicado encontrar ejemplos similares, casos en los que la mediación de una idea más allá del material determina de manera contundente su experiencia estética.

Postulez en vous-même

Otro ejemplo preliminar: la experiencia de la música en vivo. El hecho de que presenciar un concierto en vivo pueda resultar más gratificante que escucharlo en diferido se debe en gran parte a una idea: la de saber que esa música se está produciendo en el mismo momento en el que yo la presencio. Podrá decirse que también influyen factores materiales como, en ocasiones, el sonido directo de las fuentes sonoras, la presencia de los músicos en el mismo espacio que los oyentes… Si bien no quiero restar importancia a estos hechos, también es cierto que hay casos reales en los que no hay ni presencia ni sonido directo y, aún así, la música en vivo sigue teniendo un valor por encima de su escucha en diferido: una retransmisión de radio en directo o la curiosa sala adyacente de la Fundación Juan March de Madrid, en la que, cuando el aforo del auditorio de al lado está completo, se pueden presenciar los conciertos en una gran pantalla, con indudable mayor placer y deleite que al bajarnos el subsiguiente podcast de la radio.

Tirando del hilo de lo anterior llegamos también a la experiencia de la improvisación libre. En muchas ocasiones, la materialidad de lo que se está produciendo no es muy diferente de la de determinadas músicas escritas o fijas de los últimos 30 años. Sin embargo, la sola idea de que todo se esté creando en el momento, de que el desarrollo de los materiales no esté predefinido y pueda ir hacia cualquier lugar, todo ello puede ser ya suficientemente bello como idea (sin ser tampoco algo universal), como para que podamos tener una experiencia estética más que gratificante.

Son dos situaciones en las que, si bien puede contemplarse muy bien cómo la belleza de la materialidad es contrarrestada o complementada por un elemento inmaterial, este último no deja de tener un valor preceptivo en el conjunto de la obra en la que se inscribe, funcionando más como una especie de puerta de acceso hacia la percepción de la belleza de la materia sonora: bien nos impide el acceso, bien nos lo facilita, pero una vez que entramos o nos damos media vuelta, esta inmaterialidad quedaría ya a nuestras espaldas, sin mucho que aportar a nuestra experiencia estética del momento.

Portez cela plus loin

No obstante, en este texto nos planteamos ir más allá. Más allá de que la inmaterialidad de lo sonoro sea únicamente una puerta que cruzamos (o no). Nos planteamos ir allá. Allá donde la idea se convierte en acto creativo por excelencia, venga o no acompañada de una materialidad. Y tratar de reflexionar sobre aquellos lugares y momentos creativos en los que, haciéndole un nudo a Platón, podríamos decir que las ideas participan de la belleza sonora.

Y afirmar LA BELLEZA SONORA DE LAS IDEAS…

Enfouissez le son

… EN LO AUSENTE

Perder, borrar la materia como acto creativo: desmaterialización.

Como el proyecto de teatro musical instalativo Ringlandschaft mit Bierstrom (2013), de Georg Nussbaumer, cuyo punto de partida lo constituye la tetralogía de El Anillo del Nibelungo (Wagner): 16 horas de música durante dos días pero que, en este caso, sólo pueden oír los intérpretes a través de sus auriculares. Lo que le llega al público no son más que restos del original, apenas reconocible, en los que, más que los restos, lo que se escucha es la huella del ausente Wagner. Para escuchar el original hay que, literalmente, mojarse: meter la cabeza en un barril de agua dentro del que, a través de un altavoz de superficie, puede escucharse la misma grabación que escuchan los intérpretes. Es el sonido que se sabe incompleto, la belleza de lo-que-fue.

En su Bolero- (léase “bolero minus”), Johannes Kreidler tomó literalmente el Bolero de Ravel y realizó una sustracción de todo elemento melódico. El estreno (Stuttgart, 2015) fue rodeado de una gran polémica, con muchas voces que consideraban injustificable cobrarse un encargo de composición para orquesta mediante una obra cuya realización consistía, “únicamente”, en borrar, en la idea de omitir… Polémicas aparte, la escucha desprejuiciada de la obra nos revela el potencial oculto de la percepción del sonido ausente, del sonido que ya no es sonido, del vacío.

Du bout de la pensèe

… EN LO IMAGINARIO

En realidad, el sonido que ya no es sonido parece comportarse como una idea que transfigura el sonido presente en sonido ausente, llevándolo así otra vez al mundo de la imaginación en el que fue concebido. Es como un camino de ida y vuelta de lo imaginario a lo sonoro y de nuevo a lo imaginario.

Pero puede ocurrir que este camino de ida y vuelta suceda como algo completamente imaginario. Como un sueño de lo sonoro al caminar:

¿Es necesario “ejecutar” esta acción para que la percibamos?

En definitiva, se trata de trabajar más con la escucha que con el sonido, tal y como nos invita Max Neuhaus:

Seul, pendant un instant

… EN SU PRIVACIDAD

Quasi imaginaria es también la obra OEHR para escucha sola (Robin Hoffmann, 2006). Es una obra que no produce ningún sonido hacia afuera, pero que, sin embargo, sí produce una escucha. Una detallada partitura indica una serie de acciones para ser realizadas por el ejecutante con sus manos directamente sobre sus propias orejas, dando lugar a una rica experiencia de escucha (principalmente mediante la alteración del efecto de filtro cambiante que realizan las orejas). Es, por tanto, una obra que únicamente puede suceder en la privilegiada privacidad de quien interpreta la partitura, allá donde esos múltiples caminos entre lo imaginario y lo sonoro se confunden, o donde se convierten en una senda privada:

Una experiencia privada también demandan las Private pieces de Tom Johnson. Con su mezcla de lectura y música (a ser posible, tocada), parecen querer transportar la habitual colectividad de la experiencia musical hacia la intimidad y privacidad de la lectura de sillón:

Ne parlez pas

… EN LO INDECIBLE

¿Deben estar las ideas limitadas por su decibilidad, por una conceptualidad entendida como una mera verbalización de lo estético? En esa dirección va la pionera definición de arte conceptual de Henry Flynt (“concept art is a kind of art of which the material is language”). Sin embargo:

La Monte Young. Etude 1960 #7. Una quinta. Nada más. Conceptualmente, una trivialidad. Materialmente, una obviedad. Pero lo que genera este camino de ida de lo imaginario a lo sonoro es indescriptible, la experiencia se expande desde lo obvio y trivial hasta conformar una idea indecible que se hace posible en su paradoja de no saberse ni idea ni materia.

Mathias Spahlinger. Kairos. La paradoja de una idea formulada verbalmente cuyo engrandecimiento estético aparece al trascenderse desde el texto hacia lo indecible de la materia sonora:

Ignorer sa propre présence

… EN LA OTREDAD

La otra materialidad. Arte como relación con un otro diferente de sí mismo. En su reciente Estética[3], Harry Lehman preconiza el giro hacia la Gehaltsästhetik (que podríamos traducir algo así como “Estética del contenido inmaterial”) como punto de inflexión en el arte desde los años noventa, que produce así un desafío a la agotada Estética del Material imperante desde principios del siglo XX. Experiencia estética como relación inmaterial con otras experiencias estéticas.

Un fantástico ejemplo lo constituye la obra de Eric Carlson Alphabetized Winterreise (2013): una reordenación alfabética de la totalidad del Winterreise (Schubert), palabra por palabra. La poética de las palabras dentro de su contexto original de cada poema musicalizado da paso aquí a una nueva poética: un inventario alfabético en el que se muestran especialmente sugerentes las sucesiones de palabras iguales o similares, con sus diferentes musicalizaciones en todo el ciclo. La idea de reordenar a Schubert, de crear un nuevo viaje del Viaje de Invierno, a través de la otredad de lo material:

Intervenir en lo otro como procedimiento, como el siguiente ejemplo paradigmático de Roberto Equisoain:

Título: Martin Heidegger: Was ist Metaphysik? (2014). Una obra ambivalente como acción sonora y como objeto, en cuya realización el autor arranca una a una las 30 páginas del texto de Heidegger y las arruga hasta hacerlas pelotitas. Una sonoridad irrelevante (arrancar y arrugar hojas) y un objeto sin mayor trascendencia (una caja llena de papelitos arrugados), pero que en su habitar la otredad del original de Heidegger genera un fascinante contenido inmaterial: “Transformar la materialidad misma de un discurso que pide a gritos su propia negación, hacerlo ilegible y, de este modo, permitir que hable de otra manera”[4].

Blanc

… EN SU INCONGRUENCIA

Otras ideas, más que en la materialidad habitada de la otredad, se nos muestran más bien como materialidad incongruente, la cual nos devuelve de nuevo hacia el terreno de lo inmaterial. Esta incongruencia suele radicar habitualmente en el hecho de utilizar un medio “erróneo” para albergar la materia sonora, como en la serie de Klänge auf Papier [sonidos sobre papel] de Peter Ablinger, comenzada en 1999, en la que diversos objetos sonantes son colocados sobre papel. Es interesante observar cómo Ablinger incide precisamente en lo irrealizable de la combinación al no utilizar el nombre de los objetos o instrumentos, sino denominarlos sin más como “sonidos (sic) sobre papel”:

O como en la serie Liederbilder de Gerhard Rühm, de 1992, en la que la visualidad de las imágenes interrumpe bruscamente la auralidad de la partitura, como en el siguiente canto de despedida de un grupo de refugiados:

Tres sincèrement silencieux

… EN SU IMPOSIBILIDAD

Si bien los ejemplos anteriores de Ablinger y Rühm plantean algo irrealizable en su incongruencia, hay otros casos en los que lo imposible se erige en concepto. Son ideas absolutamente irrealizables. Bellas en sí mismas. Bellas en su imposibilidad. Bellas en su irremediable condena al mundo de lo inmaterial, a no poder llegar a ser nunca otra cosa que ideas.

En Gentle Fire (1971), Alvin Lucier nos pide que transformemos unos sonidos en otros, muchos de los cuales no parecen muy posibles de realizar: meteoritos chocando, tanques maniobrando, minas colapsando… en pinos murmurando, errores desapareciendo, cánceres curándose…

Un auténtico pionero en apreciar esta poética de lo imposible fue el compositor Erik Satie (1866-1925)…

Être visible un moment

…con sus irrealizables indicaciones de interpretación o incluso con alguna de sus obras, como la archiconocida Vexations (ca. 1893), en la que un breve fragmento es repetido durante 840 veces para acabar durando alrededor de 18 horas. No se sabe muy bien si Satie la concibió como una obra para que realmente fuera tocada, para la  imaginación, como un sarcasmo o como todo lo anterior a la vez; no está documentada ninguna ejecución de la obra en vida del compositor.

Plus loin

… EN SU POSIBILIDAD

Las Vexations fueron hechas posibles por primera vez en 1963, y no es casualidad que el principal auspiciador de aquel histórico evento fuera un tal John Cage, del cual nos encontramos también su obra ASLSP (As SLow aS Possible). Concebida en 1985 y adaptada en 1987 para órgano, Cage optó por dejar como única indicación de tempo su título, el cual invita a ejecuciones extremadamente lentas, que pueden llegar a durar varias horas. En 2001 fue puesto en marcha en una iglesia de Halberstadt (Alemania) el proyecto Organ2 /ASLSP: un órgano programado para ejecutar ASLSP de manera automática durante los próximos 639 años. En su web puede verse el calendario con los cambios de notas, que suelen venir rodeados de una gran afluencia y expectación (el siguiente será ya en 2020).

Cuando lo que parece imposible se convierte en posible, aunque no podamos experimentarlo (por la desmesura del tiempo o del espacio), la materia de la posibilidad engrandece a la idea inmaterial, dotándola de esa felicidad existencial del “saberse posible”.

En su Estábamos. Venía (2015), María Salgado y Fran Cabeza de Vaca plantearon una instalación programada para llevar a cabo un crescendo de dos meses de duración, desde lo inaudible hasta alcanzar una intensidad insoportable, que fue interrumpida por una performance que, en 60 minutos, dio fin a los dos meses anteriores de crescendo. Nadie estuvo allí durante los dos meses para comprobarlo y experimentarlo; tampoco era necesario, la sola idea de saber que fue así y de estar asistiendo al derrumbe de 87840 minutos de crecimiento se basta, y convierte la performance final en algo substancialmente diferente a si hubiera empezado de la nada. Es también un bello ejemplo de incongruencia en la estructura formal: una forma bipartita AB, con una A de 87840 minutos y una B de 60; relación 1464:1.

Avec fascination

Es la poética del proceso, del fascinante proceso de hacer posible lo aparentemente imposible, como nos muestra de manera explícita la obra Molladalen de Knut Olaf Sunde (2007), definida como site specific mountain concert for four trombones and walking audience in acoustic valley, una obra de 41 minutos concebida para ser ejecutada en un lugar remoto de Noruega, al que únicamente puede accederse tras caminar durante varias horas.

Finir pour soi

Y CAMINAR

Caminar como camino. O más bien como una senda. Una senda (¿bella?) entre lo inmaterial y lo material. Entre lo que no está. Entre lo que imaginamos. Entre lo que no podemos decir. Entre lo demás. Entre lo incompatible. Entre lo que no puede ser. Entre lo que es.

Y afirmar la belleza sonante (¿soñante?) de las ideas.

RIDEAU

Notas


[1] Traducciones y procedencia de las indicaciones de Satie:

Avec étonnement: con estupefacción (Gnossienes #2)
Modestement: modestamente
(Pìeces froides #1)
Postulez en vous-même: pregúntese a sí mismo
(Gnossienes #1)
Portez cela plus loin: llévelo más allá
(Gnossienes #3)
Enfouissez le son: entierre el sonido
(Gnossienes #3)
Du bout de la pensèe: desde el borde del pensamiento
(Gnossienes #1)
Seul, pendant un instant: solo, por un momento
(Gnossienes #3)
Ne parlez pas: no hable (Aperçus désagréables)
Ignorer sa propre présence: ignorar su propia presencia (Les fils des étoiles)
Blanc: blanco (Pìeces froides #3)
Tres sincèrement silencieux: en un sincero silencio (Prélude de la Porte héroïque du Ciel)
Être visible un moment: ser visible por un momento (Pìeces froides #3)
Plus loin: más lejos (Pìeces froides #1)
Avec fascination: con fascinación (Pìeces froides #1)
Finir pour soi: acabar para sí mismo (Les fils des étoiles)
RIDEAU: TELÓN (Prélude de la Porte héroïque du Ciel)

[2] A este respecto, puede verse en esta misma revista mi artículo “¿Es el arte sonoro la nueva música?”, publicado en el pasado mes de octubre.

[3] Harry Lehmann. Gehaltsästhetik. Eine Kunstphilosophie. Paderborn, 2016.

[4] Texto de Victoria Pérez Royo en la web del autor: http://robertoequisoain.com/2014/09/28/martin-heidegger-was-ist-metaphysik-book-box/

Por: Alberto Bernal · Sección: Prisma · Publicado el 06/06/2016 en Sul Ponticello

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CRÓNICA DE UN INTENTO DE DIFERENCIACIÓN ENTRE MÚSICA Y ARTE SONORO

Por: Alberto Bernal para Sul Ponticello

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CRÓNICA DE UN INTENTO DE DIFERENCIACIÓN ENTRE MÚSICA Y ARTE SONORO

Siempre tuve la sospecha de que la música de Debussy tiene bastante de arte sonoro, y que, de haber nacido un siglo después, el otrora compositor habría sido un artista sonoro de referencia, con multitud de instalaciones y obras site specific que toda galería y museo de arte contemporáneo soñaría con tener en su colección.

De manera similar, también sospecho que las instalaciones de Janet Cardiff sueñan con ser música, añoran las salas de concierto y teatros de ópera que ocuparon en una vida anterior, y que, de haber nacido un siglo y medio antes (y no haber sido mujer, claro, que eso la época lo llevaba muy mal) sería un compositor cuyas obras (óperas y lieder, sobre todo) serían fundamentales en el repertorio de aquel último romanticismo protagonizado por Mahler y otros.

Son dos sospechas que me llevan a una tercera, ya quasi convicción: que más allá de las cuestiones ideológicas y estéticas asociadas a la diferenciación entre las supuestas disciplinas de la música y el arte sonoro, existe un relevante fondo fenomenológico en todo ello, que tiene que ver con cómo percibimos y ubicamos los sonidos en relación a nuestra vivencia del tiempo y del espacio.

Diferenciación ideológica I: “el conservatorio no mola”

Una de las diferenciaciones más empleadas por artistas sonoros para no definirse como músicos o compositores suele venir marcada por un manifiesto deseo de desligarse de la institución Conservatorio. El conservatorio, como su propio nombre indica, es conservador por naturaleza. Si en un conservatorio al uso un alumno de piano puede llegar a ser suspendido por tomarse la osadía de tocar Bach sin pedal -o por la razón opuesta, según la ideología imperante en el centro-, nos podemos imaginar entonces qué margen les quedan en todo esto a aquéllos que apuestan por nuevas redefiniciones de lo sonoro desde el ámbito de la creación. Por suerte, hay felices excepciones en algunos centros, si bien los planes de estudio no suelen dejar mucho espacio para ello.

Ante lo anterior, es fácil imaginar por qué muchos artistas sonoros rehusan llamarse compositores. De hecho, me atrevería a decir que el número de autodenominados artistas sonoros en un entorno dado es directamente proporcional a la hostilidad con los nuevos lenguajes musicales de las instituciones educativas presentes en ese entorno. Frente a la carga histórico-ideológica que, por lo expuesto, supone la música, la denominación de “arte sonoro” es, por contra, mucho más ligera y libre de preconcepciones estilísticas o prejuicios estéticos.

Diferenciación ideológica II: “los artistas sonoros son unos amateurs”

El reverso de la anterior diferenciación es habitual encontrarla en compositores que miran con cierto recelo la escena del arte sonoro (y, a veces, un tanto por encima del hombro): precisamente el hecho de no provenir de una establecida tradición hace del arte sonoro algo “menor” frente a la “gran música seria”. Es más, a veces incluso resulta sospechoso que algunos de los artistas sonoros puedan tener alguna raíz musical en géneros tan alejados de la (así llamada) música culta como puedan ser el punk o el rock progresivo. Las procedencias de los artistas sonoros suelen ser tan variopintas (artes plásticas, informática, técnica de sonido, arquitectura…) que es prácticamente imposible establecer ninguna línea común hacia el pasado. Frente a eso, los compositores de conservatorio podemos trazar siempre una línea que recorre toda la historia de la música hasta llegar a nosotros mismos como último eslabón. Eso nos da también una supuesta profesionalidad de la que carece el artista sonoro: tenemos un diploma que nos acredita como compositores, una profesión aprendida en la Academia y amparada por una larga y respetable historia de grandes maestros. El artista sonoro, en cambio, suele ser autodidacta, es un “amateur” que (hasta hace bien poco) sólo podía aprender lo que hace al margen de las instituciones académicas… O, en otras palabras: Historia y Academia como legitimidad.

Diferenciación estética

En realidad, ni la ideología es inmune de estética, ni ésta está libre de aquélla, y detrás de las posibles diferenciaciones ideológicas hay en ocasiones una manifiesta determinación de alejarse o acercarse a aquello que la opinión pública y el establishment nos define como música. Mi ejemplo favorito en este sentido es el de un conocido artista sonoro (o compositor), que refiere su determinación por denominar a lo que hace “arte sonoro” a las cenas familiares de Navidad: decir que lo que hacía es música implicaba entrar en una serie de inútiles discusiones acerca de si sí es o si no es, etc. etc; en cambio, decir que lo que uno hace es arte sonoro nos puede ahorrar ese mal trago de tener que explicar a algunos familiares el sentido de lo que hacemos…

Más allá de lo anecdótico, encontramos aquí también una posible definición (estética) del arte sonoro: es aquello que hacemos con sonido que no queremos llamar música, aquello que escapa a la concepción convencional de la música. Curiosamente, esta definición casi coincide con una de las definiciones de la nueva música más interesantes que conozco : “la nueva música es aquélla que se pregunta a sí misma si es o no música” (Mathias Spahlinger), la cual nos lleva inexorablemente a la pregunta que da título a nuestro texto:

¿Es entonces el arte sonoro la nueva música?

Cage hubiera respondido probablemente con un “you don’t have to call it music, if the term shocks you”, lo cual no hace sino restar importancia a la denominación de las cosas en aras de la percepción de la obra de arte en sí.

En realidad, concuerdo bastante con Cage, pero, aún así, sigo teniendo la sospecha de que la música de Debussy tiene mucho de arte sonoro…

Tirar del hilo de mis sospechas me lleva al ejercicio de probar a admitir que música y arte sonoro puedan ser disciplinas fenomenológicamente diferenciadas, e indagar entre sus posibles definiciones en busca de algo de claridad. En lo que respecta a la música, uno se encuentra con un mar de ambigüedades, la mayoría bastante obsoletas (pues no acaban de salir del hecho de que la música sean tonos, lo cual no hace justicia ni a los últimos cien años ni a muchas músicas no-europeas), y donde destaca por su objetividad aquella definición que dice que “Music” is a song by American singer-songwriter Madonna, from her eighth studio album of the same name.

Tampoco nos aportan demasiado las definiciones de arte sonoro, viniendo a ser la más extendida la que lo define como “disciplina artística en la que el sonido es utilizado como medio”. Lo anterior, o bien nos traslada la diferenciación hacia el binomio arte-música (¿es la música arte?) o no hace sino ejercer de metadisciplina dentro de la cual estarían contenidas todas aquellas ramificaciones que utilizan el sonido como medio, entre ellas, por supuesto, también la música.

Más interesante que rastrear definiciones en busca de una que nos pueda funcionar momentáneamente para trazar una separación entre música y arte sonoro, es quizá echar la vista atrás hacia los diferentes intentos de clasificación fenomenológica de las artes que vienen sucediéndose especialmente desde la puesta en existencia de la estética como disciplina filosófica, allá por 1750. De entre ellos, me parece particularmente interesante lo expuesto por Lessing, por una parte y, un poco más adelante, por Hegel. Ambos toman como punto de partida fundamental para su clasificación los elementos de tiempo y espacio, y cómo las diferentes disciplinas artísticas se relacionan con ellos.

Para Lessing, en su famoso ensayo sobre el Laocoonte[1], la diferencia fundamental entre la poesía y la pintura es la secuencialidad de la primera, frente a la simultaneidad de la segunda. El objeto estético del poema es expuesto linealmente a lo largo del tiempo, mientras que pintura o escultura lo hacen en un instante congelado de tiempo, sirviéndose para ello del espacio. Si bien no llega a decir nada acerca de la música, me parece particularmente interesante el hecho de que, más allá de declarar qué es una u otra disciplina artística, se ocupa sobre todo de cómo las percibimos. Que la diferencia fundamental de la pintura respecto a la poesía no sea, Lessing dixit, tanto la materia de la que están hechas, sino el hecho de que las percibamos desplegadas en el espacio o en el tiempo, es algo que nos puede aportar algunas claves en el camino de la diferenciación entre la música y el arte sonoro, como veremos más adelante.

El sistema de las artes establecido por Hegel[2] parte igualmente de una reflexión en torno al espacio y al tiempo, y el papel que éstos asumen en el camino desde la mera materia hacia su concepción de la Idea y de representación de lo Absoluto. De esta manera, la arquitectura, en tanto que arte simbólico, sería una mera reordenación de la materia en el espacio. Tras ésta, la escultura, prototipo de arte clásico, seguiría utilizando el espacio tridimensional, pero apuntando ya hacia una superación de la exterioridad al constituir una perfecta unión de forma y contenido. Esta exterioridad de la materia y del espacio empieza a ser superada progresivamente con la primera de las artes que denomina “románticas”: la pintura, que al bidimensionalizar el espacio comienza un camino que culmina en la música, cuya liberación de la materia la constituye como arte romántico por excelencia. La música, a su vez, será trascendida por la poesía, en tanto que arte que, al introducir el elemento verbal en el discurso estético, se constituiría como una especie de bisagra hacia, siempre según Hegel, la superioridad del discurso filosófico, cuyo pensamiento conceptual se constituiría así como adecuado para la representación de lo Absoluto.

Si bien lo anterior nos deja al descubierto varias sendas fascinantes -acerca del papel de lo verbal/conceptual en el discurso estético o de la función de la materia en la clasificación epocal de las artes, por nombrar sólo dos-, voy a tratar de no transitar ninguna de ellas en este artículo e ir al núcleo de la problemática que estamos presentando: el hecho de que para Hegel la música se constituya como arte romántico por excelencia tiene que ver con su característica temporalidad. La temporalidad de la música supone la superación del espacio, su anulación y la supremacía del elemento tiempo se constituye así en un camino hacia la interioridad del sujeto. Si bien esta dualidad tiempo-espacio ha sido puesta en duda varias veces ya desde principios del siglo XX y no tenemos por qué compartirla tal cual -al igual que la jerarquización que establece-, hay un aspecto crucial en lo que comenta Hegel: la música vendría a ser aquí el arte temporal por definición, donde todo lo demás (espacio, representación, exterioridad, concepto…) se diluye en aras de un discurso estético construido enteramente sobre el tiempo y con la manifiesta y efímera temporalidad del sonido como materia prima. Si bien Hegel está hablando aquí de la música de su tiempo -época dorada del concepto de música absoluta- y lo hace en unos términos ideales que parecen excluir las habituales impurezas de la praxis musical en su relación con la poesía o con la escena, no me parece para nada desacertado admitir que, en efecto, en el plano de las artes existe un vértice (subrayo) ideal en el que discurso y sentido estéticos estarían basados en la ordenación de sonidos sobre el tiempo[3]. Por comodidad y para no liar más la cuestión, llamaremos a esto (subrayo las comillas) “música”, al menos de momento.

Si para Lessing o para Hegel el tiempo constituía una superación (de la simultaneidad en el primero y de la materialidad del espacio en el segundo), es interesante observar cómo en la reacción contra el romanticismo del nuevo siglo XX, es precisamente la superación del tiempo lo que se va a convertir en posibilidad, al menos la superación de ese tiempo lineal del que hablan los dos autores alemanes. Una argumentación interesante a este respecto es la que expone Anette Naumann[4] al apuntar hacia dos modalidades de tiempo en la percepción de la obra de arte: el tradicional tiempo cuantizable y objetivo (tiempo como transcurso lineal) y el tiempo vivido y subjetivo (tiempo como intensidad). Desde este punto de vista podríamos completar la definición de aquello que antes llamábamos música como “ordenación de sonidos en el transcurso del tiempo”; la composición musical se ocuparía así, entre otras cosas, de crear un transcurrir del tiempo característico.

Es lo anterior una de las razones por las que pienso que algunas obras (supuestamente de arte sonoro) de Janet Cardiff & George Bures Miller tienen mucho de música: hay una tendencia muy habitual a crear transcursos temporales. En El hacedor de marionetas[5], por ejemplo, se generan múltiples narrativas que requieren de la linealidad del tiempo para su percepción; es cierto que no es un único transcurso el que se da, sino varios simultáneamente, pero la relevancia de este transcurrir del tiempo sonoro que estoy llamando música es mucho más acusada aquí que en la mayoría de instalaciones de arte sonoro que uno tiene la oportunidad de presenciar.

En el otro lado de mis sospechas, el caso Debussy nos puede aportar también algunas claves para entender la problemática hacia la otra dirección: uno de los aspectos que siempre me han parecido más sobresalientes de su música es, precisamente, su capacidad para suspender la linealidad del tiempo. En muchas de sus obras (pienso en La Mer o en los Preludios para piano) los sonidos parecen no querer ir a ninguna parte, parecen conformarse simplemente con “estar” ahí. Frente a la extrema teleología temporal de la generación romántica anterior (especialmente Wagner y afines), en la que todo parece formar parte de una línea de tiempo de la que es imposible apartar la escucha, la música de Debussy parece sencillamente querer invitarnos a entrar en una sala de escucha de la que podríamos salir en cualquier momento. ¿No es esto muy similar a la experiencia que podemos tener al contemplar una instalación en un museo?

Sonidos que están ahí sin querer ir a ninguna parte. ¿Existe entonces algo fenoménico en las instalaciones sonoras más allá de la obviedad de su formato y lugar de exposición? Max Neuhaus definía precisamente la instalación sonora como una acción (sonora) perpetua sin punto culminante musical, es decir, una experiencia sonora sin principio ni final, ni una linealidad temporal definida.

¿Es entonces esta renuncia al tiempo lineal (musical) lo característico del arte sonoro? Quizá sería más pertinente decir que, más que lo característico, constituye su condición de posibilidad. En el momento en que la percepción puede liberarse de esta dependencia del transcurso temporal característica del discurso musical es cuando el sonido puede comenzar a ser otra cosa. Por ejemplo, puede comenzar a ser de nuevo materia, quizá recorriendo en sentido inverso el camino hacia la interioridad del Sujeto que señalaba Hegel para volver a aproximarse a su presencia como objeto material. Tal vez podríamos decir que el sonido deja de estar en el tiempo para, en su caso, desplegarse en el espacio.

Es innegable que toda obra y experiencia musical necesita un espacio para existir. Sin embargo, éste suele quedar reducido a la mínima relevancia y, salvo escasas excepciones, no suele formar parte de la obra propiamente dicha. El objetivo de la acústica arquitectónica de las salas de concierto y estudios de grabación ha venido siendo, precisamente, el de neutralizar lo más posible su propio espacio: el mejor espacio es el que no se percibe, el que permite que el sonido permanezca inalterado (inmune a la materia) desde todas las posiciones de escucha, de forma que cada espectador pueda presenciar exactamente la misma obra desde cualquier posición, que pueda tener exactamente la misma experiencia de tiempo lineal. En el fondo, un cuarteto de Haydn o una sonata de Boulez son básicamente la misma obra en un auditorio moderno o en una iglesia, y lo que pueda variar en uno u otro caso no cambia substancialmente la obra en sí.

En cambio: instalaciones, esculturas, intervenciones sonoras y otras formas afines del arte sonoro suelen precisamente inscribirse en la espacialidad en la que se dan, hasta el punto de que, en algunos casos, puede no ser posible su traslación a otro espacio diferente de aquél para el que fueron concebidos. Por lo que respecta al tiempo, sin embargo, lo habitual es que, si bien es (obviamente) necesario para la experiencia de la obra, éste no suele adquirir una forma fija, no suele presentar una linealidad, y lo habitual es que carezca de un marco de principio y final, o que éste no sea demasiado relevante, tal y como apuntaba Neuhaus. No sé si es demasiado exagerado decir que la mejor temporalidad es la que no se percibe, pero lo cierto es que el hecho de que presenciemos una instalación sonora durante tres, cinco o diez minutos no suele cambiar substancialmente la obra que percibimos.

Ya no es sólo que se inscriban en un espacio concreto, sino que podríamos decir que lo que instalaciones, esculturas o intervenciones sonoras tienen en común es, precisamente, la creación de un espacio sonoro. Puede ser un espacio inscrito en una arquitectura cerrada, un espacio abierto dialogando con el entorno en el que se inscribe, el espacio que genera para sí mismo un objeto o escultura sonora, o simplemente un sonido ocupando un espacio de forma característica. Lo que presenciamos en cada uno de estos casos constituiría ante todo una experiencia del espacio: una experiencia sonora del espacio, en contraposición a la experiencia sonora del tiempo que constituía lo que definíamos como música. Por tanto, me parece pertinente plantear la existencia de otro vértice (también ideal) de la experiencia estética en el que su discurso y sentido estarían basados en la ordenación de sonidos en el espacio. ¿Podemos llamar a esto “arte sonoro”? Por cortesía con lo que anteriormente llamábamos música, vamos a convenir de momento en que sí.

Por tanto, y releyendo aquí libremente a Lessing, podríamos estar hablando de dos vértices en la experiencia estética del sonido no verbal: sonidos ordenados en el transcurrir del tiempo (donde el espacio es necesario pero su experiencia estaría atenuada), y sonidos ordenados en el espacio (donde el tiempo sería también necesario pero su experiencia estaría igualmente atenuada). De forma similar a las diferencias que establecía Lessing entre la narratividad de la poesía y la pintura, podríamos decir que lo característico de la música es la secuencialidad de su discurso sonoro (que se despliega sobre el tiempo) mientras que el discurso del arte sonoro aparecería más bien de forma simultánea (desplegado sobre el espacio). Haciendo un juego de traslación al movimiento del tiempo de una famosa frase de Leonardo da Vinci quizá viene a cuento formular la afirmación de que si el arte sonoro es música detenida, la música podría considerarse a su vez como arte sonoro en movimiento — “si afirmas que la pintura es poesía muda, entonces el pintor podría referirse a la poesía como pintura ciega”, que diría Leonardo—.

Llegados a este punto, y con Lessing y Hegel en la sombra, sería muy fácil caer en la trampa de comenzar a hacer juicios de valor acerca de la superioridad de una u otra disciplina. No me parece muy útil entrar por el camino de establecer jerarquías, especialmente por dos razones. La primera es que, como comentábamos al principio, esta jerarquización suele tener un trasfondo ideológico que considero poco productivo. La segunda, y más relevante, tiene que ver con el propio concepto de separación disciplinar: ¿hasta qué punto podemos realmente hablar de la existencia de dos disciplinas, música y arte sonoro, de dos cajones en los que meter las diferentes obras?

Es muy probable que muchos de los lectores que hayan llegado hasta aquí tengan ya en mente unas cuantas obras que pongan en tela de juicio lo que he tratado de exponer acerca de la percepción sonora del tiempo y del espacio; es decir, obras en las que nos sería francamente complicado determinar si constituyen experiencias temporales o espaciales. Se me ocurren dos ejemplos para ilustrar esta problemática: Peter Ablinger y Francisco López. ¿Definiríamos lo que hacen como música o como arte sonoro?

No es raro el comentario entre ciertos sectores conservadores de la música contemporánea de que “Peter Ablinger no merece ser llamado compositor”. Los más benevolentes en este sentido suelen hacer la “recomendación” de que su música en realidad es más bien arte sonoro, y por tanto sería mucho mejor que la expusiera como tal en un museo, y no se empeñara en utilizar para ello el formato de obra musical -con un principio y final determinados en una sala de conciertos-. Ante esto, el propio Ablinger insiste en autodenominarse compositor y en seguir utilizando -junto a formatos más expositivos, bien es cierto- los “viejos” formatos musicales de la música instrumental y la sala de conciertos. Su “música” es demasiado rica en detalles temporales como para ser relegada a una sala de museo y, según sus propias palabras, necesita la atención que sólo se da en los auditorios. Sin embargo, la linealidad temporal que imponen éstos tampoco acaba de ser ideal para una música que acaba trascendiendo lo lineal…

Por otro lado está Francisco López. Su nombre suele aparecer más asociado al género arte sonoro; de hecho, es uno de los “elegidos” como representantes del género en el ya icónico libro “Sound Art[6]. Si bien su riqueza compositiva en la elaboración del transcurrir temporal suele tener una sofisticación y detalle poco habituales para el género, la espacialidad inmersiva que demanda suele estar reñida con la frontalidad de las salas de concierto, siendo más habitual que sus montajes tengan lugar en espacios más versátiles como las salas de museo. Aún así, considero que cuando sus obras son expuestas como meras instalaciones -es decir, en una sala de acceso libre sin un tiempo acotado-, el lugar tampoco es ideal, pues acaban percibiéndose con poca atención, la gente entra y sale sin apenas pararse a escuchar -e impidiendo que los que sí nos paramos podamos hacerlo- y les acaba pasando algo parecido a lo que les sucede a las películas de cine cuando, por la razón curatorial que sea, son expuestas en salas de museo.

Pero más allá de estas supuestas limitaciones de formato, lo que quiero resaltar con estos dos autores que tanto admiro es que, a mi juicio, constituyen dos magníficos ejemplos de un hacer a medio camino entre lo que veníamos llamando “música” y “arte sonoro”. ¿Deberíamos inventarnos una nueva disciplina para definir lo que hacen Peter Ablinger o Francisco López? Podríamos intentarlo[7], pero quizá entonces deberíamos escribir otro artículo como éste para acotar los límites de lo definido y, tal y como estamos haciendo ahora, terminar poniendo en tela de juicio lo definido mediante otro contraejemplo que nos llevará a definir otra nueva disciplina con su correspondiente contraejemplo… y así ad infinitum.

El hecho de que podamos llegar a admitir la existencia de los fenómenos música y arte sonoro en tanto experiencias estéticas ligadas a la percepción del tiempo y el espacio, respectivamente, no implica que podamos trazar una línea recta entre ambas que nos exhorte a ubicar a uno u otro lado las diferentes prácticas artísticas. Es por ello que me he cuidado en llamar “vértices” a estas experiencias. “Vértices” en tanto a situaciones fenomenológicante relevantes, pero ideales, en los que el discurso sonoro sería creado y percibido monocromáticamente, sea como tiempo o como espacio. Si bien podríamos encontrar varios ejemplos paradigmáticos en los que se dan estas situaciones ideales, reconozco que tengo cierta debilidad por todos aquellos “grises” en los que, como en Peter Ablinger y Francisco López, se produce un roce interdisciplinar. Una interdisciplinariedad que yo más bien tildaría de “antidisciplinar”, una protesta contra la disciplina del género artístico, una voluntad por redefinir las disciplinadas experiencias estéticas que nos son dadas por tradiciones remotas y recientes. Hoy en día, en esta voluntad de autoredefinicion de la que hablaba Spahlinger, a veces la música se encuentra con el arte sonoro, al igual que el arte sonoro también se encuentra con la nueva música[8]. Y en este encuentro antidisciplinar es donde vuelve a plantearse nuestra pregunta: ¿es el arte sonoro la nueva música?

No me puedo resistir a la tentación de responder con un (con permiso, Mr. Cage): You don’t have to call it sound art…

Notas


[1] Gothold Ephraim Lessing. Laocoonte o sobre los límites en la pintura y la poesía (1766)
[2]
Georg Wilhelm Friedrich Hegel. Lecciones sobre estética (1819)
[3]
Quizá habría que añadir: sonidos no verbales, para evitar así una posible confusión con los sonidos de la poesía, si entendemos ésta como un arte principalmente sonora (tal era el caso para Hegel, por cierto).
[4]
Anette Naumann. Tiempo, espacio y movimiento como criterios en la percepción del arte. 1998
[5]
Instalación recientemente expuesta en el Palacio de Cristal del Parque del Retiro (Madrid)
[6]
Sound Art; beyond music, between categories. Alan Licht (2007)
[7]
Es más o menos habitual utilizar el término “instalación de concierto” para experiencias similares.
[8]
De hecho, no sólo sólo se encuentran entre ellos, sino también con otras disciplinas como la escultura, la poesía fonética, la performance… pero todo esto es harina de otro artículo.