CRÓNICA DE UN INTENTO DE DIFERENCIACIÓN ENTRE MÚSICA Y ARTE SONORO

Por: Alberto Bernal para Sul Ponticello

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CRÓNICA DE UN INTENTO DE DIFERENCIACIÓN ENTRE MÚSICA Y ARTE SONORO

Siempre tuve la sospecha de que la música de Debussy tiene bastante de arte sonoro, y que, de haber nacido un siglo después, el otrora compositor habría sido un artista sonoro de referencia, con multitud de instalaciones y obras site specific que toda galería y museo de arte contemporáneo soñaría con tener en su colección.

De manera similar, también sospecho que las instalaciones de Janet Cardiff sueñan con ser música, añoran las salas de concierto y teatros de ópera que ocuparon en una vida anterior, y que, de haber nacido un siglo y medio antes (y no haber sido mujer, claro, que eso la época lo llevaba muy mal) sería un compositor cuyas obras (óperas y lieder, sobre todo) serían fundamentales en el repertorio de aquel último romanticismo protagonizado por Mahler y otros.

Son dos sospechas que me llevan a una tercera, ya quasi convicción: que más allá de las cuestiones ideológicas y estéticas asociadas a la diferenciación entre las supuestas disciplinas de la música y el arte sonoro, existe un relevante fondo fenomenológico en todo ello, que tiene que ver con cómo percibimos y ubicamos los sonidos en relación a nuestra vivencia del tiempo y del espacio.

Diferenciación ideológica I: “el conservatorio no mola”

Una de las diferenciaciones más empleadas por artistas sonoros para no definirse como músicos o compositores suele venir marcada por un manifiesto deseo de desligarse de la institución Conservatorio. El conservatorio, como su propio nombre indica, es conservador por naturaleza. Si en un conservatorio al uso un alumno de piano puede llegar a ser suspendido por tomarse la osadía de tocar Bach sin pedal -o por la razón opuesta, según la ideología imperante en el centro-, nos podemos imaginar entonces qué margen les quedan en todo esto a aquéllos que apuestan por nuevas redefiniciones de lo sonoro desde el ámbito de la creación. Por suerte, hay felices excepciones en algunos centros, si bien los planes de estudio no suelen dejar mucho espacio para ello.

Ante lo anterior, es fácil imaginar por qué muchos artistas sonoros rehusan llamarse compositores. De hecho, me atrevería a decir que el número de autodenominados artistas sonoros en un entorno dado es directamente proporcional a la hostilidad con los nuevos lenguajes musicales de las instituciones educativas presentes en ese entorno. Frente a la carga histórico-ideológica que, por lo expuesto, supone la música, la denominación de “arte sonoro” es, por contra, mucho más ligera y libre de preconcepciones estilísticas o prejuicios estéticos.

Diferenciación ideológica II: “los artistas sonoros son unos amateurs”

El reverso de la anterior diferenciación es habitual encontrarla en compositores que miran con cierto recelo la escena del arte sonoro (y, a veces, un tanto por encima del hombro): precisamente el hecho de no provenir de una establecida tradición hace del arte sonoro algo “menor” frente a la “gran música seria”. Es más, a veces incluso resulta sospechoso que algunos de los artistas sonoros puedan tener alguna raíz musical en géneros tan alejados de la (así llamada) música culta como puedan ser el punk o el rock progresivo. Las procedencias de los artistas sonoros suelen ser tan variopintas (artes plásticas, informática, técnica de sonido, arquitectura…) que es prácticamente imposible establecer ninguna línea común hacia el pasado. Frente a eso, los compositores de conservatorio podemos trazar siempre una línea que recorre toda la historia de la música hasta llegar a nosotros mismos como último eslabón. Eso nos da también una supuesta profesionalidad de la que carece el artista sonoro: tenemos un diploma que nos acredita como compositores, una profesión aprendida en la Academia y amparada por una larga y respetable historia de grandes maestros. El artista sonoro, en cambio, suele ser autodidacta, es un “amateur” que (hasta hace bien poco) sólo podía aprender lo que hace al margen de las instituciones académicas… O, en otras palabras: Historia y Academia como legitimidad.

Diferenciación estética

En realidad, ni la ideología es inmune de estética, ni ésta está libre de aquélla, y detrás de las posibles diferenciaciones ideológicas hay en ocasiones una manifiesta determinación de alejarse o acercarse a aquello que la opinión pública y el establishment nos define como música. Mi ejemplo favorito en este sentido es el de un conocido artista sonoro (o compositor), que refiere su determinación por denominar a lo que hace “arte sonoro” a las cenas familiares de Navidad: decir que lo que hacía es música implicaba entrar en una serie de inútiles discusiones acerca de si sí es o si no es, etc. etc; en cambio, decir que lo que uno hace es arte sonoro nos puede ahorrar ese mal trago de tener que explicar a algunos familiares el sentido de lo que hacemos…

Más allá de lo anecdótico, encontramos aquí también una posible definición (estética) del arte sonoro: es aquello que hacemos con sonido que no queremos llamar música, aquello que escapa a la concepción convencional de la música. Curiosamente, esta definición casi coincide con una de las definiciones de la nueva música más interesantes que conozco : “la nueva música es aquélla que se pregunta a sí misma si es o no música” (Mathias Spahlinger), la cual nos lleva inexorablemente a la pregunta que da título a nuestro texto:

¿Es entonces el arte sonoro la nueva música?

Cage hubiera respondido probablemente con un “you don’t have to call it music, if the term shocks you”, lo cual no hace sino restar importancia a la denominación de las cosas en aras de la percepción de la obra de arte en sí.

En realidad, concuerdo bastante con Cage, pero, aún así, sigo teniendo la sospecha de que la música de Debussy tiene mucho de arte sonoro…

Tirar del hilo de mis sospechas me lleva al ejercicio de probar a admitir que música y arte sonoro puedan ser disciplinas fenomenológicamente diferenciadas, e indagar entre sus posibles definiciones en busca de algo de claridad. En lo que respecta a la música, uno se encuentra con un mar de ambigüedades, la mayoría bastante obsoletas (pues no acaban de salir del hecho de que la música sean tonos, lo cual no hace justicia ni a los últimos cien años ni a muchas músicas no-europeas), y donde destaca por su objetividad aquella definición que dice que “Music” is a song by American singer-songwriter Madonna, from her eighth studio album of the same name.

Tampoco nos aportan demasiado las definiciones de arte sonoro, viniendo a ser la más extendida la que lo define como “disciplina artística en la que el sonido es utilizado como medio”. Lo anterior, o bien nos traslada la diferenciación hacia el binomio arte-música (¿es la música arte?) o no hace sino ejercer de metadisciplina dentro de la cual estarían contenidas todas aquellas ramificaciones que utilizan el sonido como medio, entre ellas, por supuesto, también la música.

Más interesante que rastrear definiciones en busca de una que nos pueda funcionar momentáneamente para trazar una separación entre música y arte sonoro, es quizá echar la vista atrás hacia los diferentes intentos de clasificación fenomenológica de las artes que vienen sucediéndose especialmente desde la puesta en existencia de la estética como disciplina filosófica, allá por 1750. De entre ellos, me parece particularmente interesante lo expuesto por Lessing, por una parte y, un poco más adelante, por Hegel. Ambos toman como punto de partida fundamental para su clasificación los elementos de tiempo y espacio, y cómo las diferentes disciplinas artísticas se relacionan con ellos.

Para Lessing, en su famoso ensayo sobre el Laocoonte[1], la diferencia fundamental entre la poesía y la pintura es la secuencialidad de la primera, frente a la simultaneidad de la segunda. El objeto estético del poema es expuesto linealmente a lo largo del tiempo, mientras que pintura o escultura lo hacen en un instante congelado de tiempo, sirviéndose para ello del espacio. Si bien no llega a decir nada acerca de la música, me parece particularmente interesante el hecho de que, más allá de declarar qué es una u otra disciplina artística, se ocupa sobre todo de cómo las percibimos. Que la diferencia fundamental de la pintura respecto a la poesía no sea, Lessing dixit, tanto la materia de la que están hechas, sino el hecho de que las percibamos desplegadas en el espacio o en el tiempo, es algo que nos puede aportar algunas claves en el camino de la diferenciación entre la música y el arte sonoro, como veremos más adelante.

El sistema de las artes establecido por Hegel[2] parte igualmente de una reflexión en torno al espacio y al tiempo, y el papel que éstos asumen en el camino desde la mera materia hacia su concepción de la Idea y de representación de lo Absoluto. De esta manera, la arquitectura, en tanto que arte simbólico, sería una mera reordenación de la materia en el espacio. Tras ésta, la escultura, prototipo de arte clásico, seguiría utilizando el espacio tridimensional, pero apuntando ya hacia una superación de la exterioridad al constituir una perfecta unión de forma y contenido. Esta exterioridad de la materia y del espacio empieza a ser superada progresivamente con la primera de las artes que denomina “románticas”: la pintura, que al bidimensionalizar el espacio comienza un camino que culmina en la música, cuya liberación de la materia la constituye como arte romántico por excelencia. La música, a su vez, será trascendida por la poesía, en tanto que arte que, al introducir el elemento verbal en el discurso estético, se constituiría como una especie de bisagra hacia, siempre según Hegel, la superioridad del discurso filosófico, cuyo pensamiento conceptual se constituiría así como adecuado para la representación de lo Absoluto.

Si bien lo anterior nos deja al descubierto varias sendas fascinantes -acerca del papel de lo verbal/conceptual en el discurso estético o de la función de la materia en la clasificación epocal de las artes, por nombrar sólo dos-, voy a tratar de no transitar ninguna de ellas en este artículo e ir al núcleo de la problemática que estamos presentando: el hecho de que para Hegel la música se constituya como arte romántico por excelencia tiene que ver con su característica temporalidad. La temporalidad de la música supone la superación del espacio, su anulación y la supremacía del elemento tiempo se constituye así en un camino hacia la interioridad del sujeto. Si bien esta dualidad tiempo-espacio ha sido puesta en duda varias veces ya desde principios del siglo XX y no tenemos por qué compartirla tal cual -al igual que la jerarquización que establece-, hay un aspecto crucial en lo que comenta Hegel: la música vendría a ser aquí el arte temporal por definición, donde todo lo demás (espacio, representación, exterioridad, concepto…) se diluye en aras de un discurso estético construido enteramente sobre el tiempo y con la manifiesta y efímera temporalidad del sonido como materia prima. Si bien Hegel está hablando aquí de la música de su tiempo -época dorada del concepto de música absoluta- y lo hace en unos términos ideales que parecen excluir las habituales impurezas de la praxis musical en su relación con la poesía o con la escena, no me parece para nada desacertado admitir que, en efecto, en el plano de las artes existe un vértice (subrayo) ideal en el que discurso y sentido estéticos estarían basados en la ordenación de sonidos sobre el tiempo[3]. Por comodidad y para no liar más la cuestión, llamaremos a esto (subrayo las comillas) “música”, al menos de momento.

Si para Lessing o para Hegel el tiempo constituía una superación (de la simultaneidad en el primero y de la materialidad del espacio en el segundo), es interesante observar cómo en la reacción contra el romanticismo del nuevo siglo XX, es precisamente la superación del tiempo lo que se va a convertir en posibilidad, al menos la superación de ese tiempo lineal del que hablan los dos autores alemanes. Una argumentación interesante a este respecto es la que expone Anette Naumann[4] al apuntar hacia dos modalidades de tiempo en la percepción de la obra de arte: el tradicional tiempo cuantizable y objetivo (tiempo como transcurso lineal) y el tiempo vivido y subjetivo (tiempo como intensidad). Desde este punto de vista podríamos completar la definición de aquello que antes llamábamos música como “ordenación de sonidos en el transcurso del tiempo”; la composición musical se ocuparía así, entre otras cosas, de crear un transcurrir del tiempo característico.

Es lo anterior una de las razones por las que pienso que algunas obras (supuestamente de arte sonoro) de Janet Cardiff & George Bures Miller tienen mucho de música: hay una tendencia muy habitual a crear transcursos temporales. En El hacedor de marionetas[5], por ejemplo, se generan múltiples narrativas que requieren de la linealidad del tiempo para su percepción; es cierto que no es un único transcurso el que se da, sino varios simultáneamente, pero la relevancia de este transcurrir del tiempo sonoro que estoy llamando música es mucho más acusada aquí que en la mayoría de instalaciones de arte sonoro que uno tiene la oportunidad de presenciar.

En el otro lado de mis sospechas, el caso Debussy nos puede aportar también algunas claves para entender la problemática hacia la otra dirección: uno de los aspectos que siempre me han parecido más sobresalientes de su música es, precisamente, su capacidad para suspender la linealidad del tiempo. En muchas de sus obras (pienso en La Mer o en los Preludios para piano) los sonidos parecen no querer ir a ninguna parte, parecen conformarse simplemente con “estar” ahí. Frente a la extrema teleología temporal de la generación romántica anterior (especialmente Wagner y afines), en la que todo parece formar parte de una línea de tiempo de la que es imposible apartar la escucha, la música de Debussy parece sencillamente querer invitarnos a entrar en una sala de escucha de la que podríamos salir en cualquier momento. ¿No es esto muy similar a la experiencia que podemos tener al contemplar una instalación en un museo?

Sonidos que están ahí sin querer ir a ninguna parte. ¿Existe entonces algo fenoménico en las instalaciones sonoras más allá de la obviedad de su formato y lugar de exposición? Max Neuhaus definía precisamente la instalación sonora como una acción (sonora) perpetua sin punto culminante musical, es decir, una experiencia sonora sin principio ni final, ni una linealidad temporal definida.

¿Es entonces esta renuncia al tiempo lineal (musical) lo característico del arte sonoro? Quizá sería más pertinente decir que, más que lo característico, constituye su condición de posibilidad. En el momento en que la percepción puede liberarse de esta dependencia del transcurso temporal característica del discurso musical es cuando el sonido puede comenzar a ser otra cosa. Por ejemplo, puede comenzar a ser de nuevo materia, quizá recorriendo en sentido inverso el camino hacia la interioridad del Sujeto que señalaba Hegel para volver a aproximarse a su presencia como objeto material. Tal vez podríamos decir que el sonido deja de estar en el tiempo para, en su caso, desplegarse en el espacio.

Es innegable que toda obra y experiencia musical necesita un espacio para existir. Sin embargo, éste suele quedar reducido a la mínima relevancia y, salvo escasas excepciones, no suele formar parte de la obra propiamente dicha. El objetivo de la acústica arquitectónica de las salas de concierto y estudios de grabación ha venido siendo, precisamente, el de neutralizar lo más posible su propio espacio: el mejor espacio es el que no se percibe, el que permite que el sonido permanezca inalterado (inmune a la materia) desde todas las posiciones de escucha, de forma que cada espectador pueda presenciar exactamente la misma obra desde cualquier posición, que pueda tener exactamente la misma experiencia de tiempo lineal. En el fondo, un cuarteto de Haydn o una sonata de Boulez son básicamente la misma obra en un auditorio moderno o en una iglesia, y lo que pueda variar en uno u otro caso no cambia substancialmente la obra en sí.

En cambio: instalaciones, esculturas, intervenciones sonoras y otras formas afines del arte sonoro suelen precisamente inscribirse en la espacialidad en la que se dan, hasta el punto de que, en algunos casos, puede no ser posible su traslación a otro espacio diferente de aquél para el que fueron concebidos. Por lo que respecta al tiempo, sin embargo, lo habitual es que, si bien es (obviamente) necesario para la experiencia de la obra, éste no suele adquirir una forma fija, no suele presentar una linealidad, y lo habitual es que carezca de un marco de principio y final, o que éste no sea demasiado relevante, tal y como apuntaba Neuhaus. No sé si es demasiado exagerado decir que la mejor temporalidad es la que no se percibe, pero lo cierto es que el hecho de que presenciemos una instalación sonora durante tres, cinco o diez minutos no suele cambiar substancialmente la obra que percibimos.

Ya no es sólo que se inscriban en un espacio concreto, sino que podríamos decir que lo que instalaciones, esculturas o intervenciones sonoras tienen en común es, precisamente, la creación de un espacio sonoro. Puede ser un espacio inscrito en una arquitectura cerrada, un espacio abierto dialogando con el entorno en el que se inscribe, el espacio que genera para sí mismo un objeto o escultura sonora, o simplemente un sonido ocupando un espacio de forma característica. Lo que presenciamos en cada uno de estos casos constituiría ante todo una experiencia del espacio: una experiencia sonora del espacio, en contraposición a la experiencia sonora del tiempo que constituía lo que definíamos como música. Por tanto, me parece pertinente plantear la existencia de otro vértice (también ideal) de la experiencia estética en el que su discurso y sentido estarían basados en la ordenación de sonidos en el espacio. ¿Podemos llamar a esto “arte sonoro”? Por cortesía con lo que anteriormente llamábamos música, vamos a convenir de momento en que sí.

Por tanto, y releyendo aquí libremente a Lessing, podríamos estar hablando de dos vértices en la experiencia estética del sonido no verbal: sonidos ordenados en el transcurrir del tiempo (donde el espacio es necesario pero su experiencia estaría atenuada), y sonidos ordenados en el espacio (donde el tiempo sería también necesario pero su experiencia estaría igualmente atenuada). De forma similar a las diferencias que establecía Lessing entre la narratividad de la poesía y la pintura, podríamos decir que lo característico de la música es la secuencialidad de su discurso sonoro (que se despliega sobre el tiempo) mientras que el discurso del arte sonoro aparecería más bien de forma simultánea (desplegado sobre el espacio). Haciendo un juego de traslación al movimiento del tiempo de una famosa frase de Leonardo da Vinci quizá viene a cuento formular la afirmación de que si el arte sonoro es música detenida, la música podría considerarse a su vez como arte sonoro en movimiento — “si afirmas que la pintura es poesía muda, entonces el pintor podría referirse a la poesía como pintura ciega”, que diría Leonardo—.

Llegados a este punto, y con Lessing y Hegel en la sombra, sería muy fácil caer en la trampa de comenzar a hacer juicios de valor acerca de la superioridad de una u otra disciplina. No me parece muy útil entrar por el camino de establecer jerarquías, especialmente por dos razones. La primera es que, como comentábamos al principio, esta jerarquización suele tener un trasfondo ideológico que considero poco productivo. La segunda, y más relevante, tiene que ver con el propio concepto de separación disciplinar: ¿hasta qué punto podemos realmente hablar de la existencia de dos disciplinas, música y arte sonoro, de dos cajones en los que meter las diferentes obras?

Es muy probable que muchos de los lectores que hayan llegado hasta aquí tengan ya en mente unas cuantas obras que pongan en tela de juicio lo que he tratado de exponer acerca de la percepción sonora del tiempo y del espacio; es decir, obras en las que nos sería francamente complicado determinar si constituyen experiencias temporales o espaciales. Se me ocurren dos ejemplos para ilustrar esta problemática: Peter Ablinger y Francisco López. ¿Definiríamos lo que hacen como música o como arte sonoro?

No es raro el comentario entre ciertos sectores conservadores de la música contemporánea de que “Peter Ablinger no merece ser llamado compositor”. Los más benevolentes en este sentido suelen hacer la “recomendación” de que su música en realidad es más bien arte sonoro, y por tanto sería mucho mejor que la expusiera como tal en un museo, y no se empeñara en utilizar para ello el formato de obra musical -con un principio y final determinados en una sala de conciertos-. Ante esto, el propio Ablinger insiste en autodenominarse compositor y en seguir utilizando -junto a formatos más expositivos, bien es cierto- los “viejos” formatos musicales de la música instrumental y la sala de conciertos. Su “música” es demasiado rica en detalles temporales como para ser relegada a una sala de museo y, según sus propias palabras, necesita la atención que sólo se da en los auditorios. Sin embargo, la linealidad temporal que imponen éstos tampoco acaba de ser ideal para una música que acaba trascendiendo lo lineal…

Por otro lado está Francisco López. Su nombre suele aparecer más asociado al género arte sonoro; de hecho, es uno de los “elegidos” como representantes del género en el ya icónico libro “Sound Art[6]. Si bien su riqueza compositiva en la elaboración del transcurrir temporal suele tener una sofisticación y detalle poco habituales para el género, la espacialidad inmersiva que demanda suele estar reñida con la frontalidad de las salas de concierto, siendo más habitual que sus montajes tengan lugar en espacios más versátiles como las salas de museo. Aún así, considero que cuando sus obras son expuestas como meras instalaciones -es decir, en una sala de acceso libre sin un tiempo acotado-, el lugar tampoco es ideal, pues acaban percibiéndose con poca atención, la gente entra y sale sin apenas pararse a escuchar -e impidiendo que los que sí nos paramos podamos hacerlo- y les acaba pasando algo parecido a lo que les sucede a las películas de cine cuando, por la razón curatorial que sea, son expuestas en salas de museo.

Pero más allá de estas supuestas limitaciones de formato, lo que quiero resaltar con estos dos autores que tanto admiro es que, a mi juicio, constituyen dos magníficos ejemplos de un hacer a medio camino entre lo que veníamos llamando “música” y “arte sonoro”. ¿Deberíamos inventarnos una nueva disciplina para definir lo que hacen Peter Ablinger o Francisco López? Podríamos intentarlo[7], pero quizá entonces deberíamos escribir otro artículo como éste para acotar los límites de lo definido y, tal y como estamos haciendo ahora, terminar poniendo en tela de juicio lo definido mediante otro contraejemplo que nos llevará a definir otra nueva disciplina con su correspondiente contraejemplo… y así ad infinitum.

El hecho de que podamos llegar a admitir la existencia de los fenómenos música y arte sonoro en tanto experiencias estéticas ligadas a la percepción del tiempo y el espacio, respectivamente, no implica que podamos trazar una línea recta entre ambas que nos exhorte a ubicar a uno u otro lado las diferentes prácticas artísticas. Es por ello que me he cuidado en llamar “vértices” a estas experiencias. “Vértices” en tanto a situaciones fenomenológicante relevantes, pero ideales, en los que el discurso sonoro sería creado y percibido monocromáticamente, sea como tiempo o como espacio. Si bien podríamos encontrar varios ejemplos paradigmáticos en los que se dan estas situaciones ideales, reconozco que tengo cierta debilidad por todos aquellos “grises” en los que, como en Peter Ablinger y Francisco López, se produce un roce interdisciplinar. Una interdisciplinariedad que yo más bien tildaría de “antidisciplinar”, una protesta contra la disciplina del género artístico, una voluntad por redefinir las disciplinadas experiencias estéticas que nos son dadas por tradiciones remotas y recientes. Hoy en día, en esta voluntad de autoredefinicion de la que hablaba Spahlinger, a veces la música se encuentra con el arte sonoro, al igual que el arte sonoro también se encuentra con la nueva música[8]. Y en este encuentro antidisciplinar es donde vuelve a plantearse nuestra pregunta: ¿es el arte sonoro la nueva música?

No me puedo resistir a la tentación de responder con un (con permiso, Mr. Cage): You don’t have to call it sound art…

Notas


[1] Gothold Ephraim Lessing. Laocoonte o sobre los límites en la pintura y la poesía (1766)
[2]
Georg Wilhelm Friedrich Hegel. Lecciones sobre estética (1819)
[3]
Quizá habría que añadir: sonidos no verbales, para evitar así una posible confusión con los sonidos de la poesía, si entendemos ésta como un arte principalmente sonora (tal era el caso para Hegel, por cierto).
[4]
Anette Naumann. Tiempo, espacio y movimiento como criterios en la percepción del arte. 1998
[5]
Instalación recientemente expuesta en el Palacio de Cristal del Parque del Retiro (Madrid)
[6]
Sound Art; beyond music, between categories. Alan Licht (2007)
[7]
Es más o menos habitual utilizar el término “instalación de concierto” para experiencias similares.
[8]
De hecho, no sólo sólo se encuentran entre ellos, sino también con otras disciplinas como la escultura, la poesía fonética, la performance… pero todo esto es harina de otro artículo.

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La deshumanización del arte

Maquina de escribir partituras 1950

Nuestras convicciones más arraigadas,
más indubitables, son las más sospechosas.

José Ortega y Gasset

La deshumanización del arte: Cuando Lachenmann encontró a Ortega y Gasset por Alberto Arroyo de Oñate para Sulponticello

Dicen que lo profundo perdura en el tiempo. Y debe de ser así, pues de lo contrario no podríamos explicarnos por qué pasan los siglos y seguimos maravillándonos con los textos de los clásicos griegos, o por qué escritores y poetas, uno tras otro, continúan escribiendo sobre el amor. Precisamente porque profundo quiere decir difícil de penetrar o comprender, o hacia lo hondo; es decir, perdurar en el tiempo es como acudir a un pozo al que se puede volver una y otra vez sin encontrar nunca el fondo.

Las reflexiones en torno al arte parecen también poseer algo que nunca se agota, y a través de esa disciplina que llamamos estética, vemos cómo surgen pensadores que plantean sobre algunas cuestiones concretas una perspectiva de alguna manera rompedora que nos invita a repensar el arte y a mantener viva la discusión y reflexión.

Ortega y Gasset es uno de esos grandes pensadores, de aquellos a los que debemos atender a pesar de que sea muy poco nombrado en los conservatorios y aunque hayan pasado más de 80 años desde la publicación de algunos de sus ensayos. Tuvo la capacidad de abordar temas enormemente complejos e inherentes a su tiempo y de expresarlos con una sencillez y riqueza asombrosas. Prueba de ello es el ensayo La deshumanización del arte que, aun habiendo sido publicado en 1925, sigue maravillando por tener una lectura enormemente actual, exactamente igual que ocurre con los textos de los clásicos griegos.

La deshumanización del arte José Ortega y Gasset

El famoso problema entre el público y el arte nuevo (Ortega se refiere a este arte como el surgido durante el primer cuarto del siglo XX y por tanto en oposición al realismo y naturalismo, es decir, hace referencia al futurismo, al arte abstracto, al surrealismo, cubismo, expresionismo, etc.) es analizado y entendido por nuestro escritor de una forma enormemente reveladora y pedagógica. Según Ortega, hay que pensar en el arte romántico como verdadero origen del ya citado divorcio entre parte del público y los artistas nuevos.

Las obras de arte del periodo romántico, que en su mayoría eran disfrutadas por la clase burguesa, trataban de recrear lo humano: un hombre es puesto en una situación cotidiana de conflicto que tiene que superar en una novela u obra de teatro, o dos mujeres pasean por un paisaje bucólico en cualquier cuadro. Este hecho hace que cualquier hombre pueda reconocerse en la obra de arte en cuestión, y por tanto pueda más o menos entenderla, o cuanto menos, no incomodarse con ella.

Ahora bien, pensemos que este hecho, esta relación entre artista, obra de arte y público, genera un hábito social y estético. Pensemos ahora en cómo debió reaccionar el público habituado a lo humano cuando vio por primera vez un cuadro de Kandinsky, cuando escuchó una obra de Debussy o cuando leyó un poema de  Mallarmé. El escándalo debía estar servido.

Ortega lo describe del siguiente modo: un hombre va a ver una de las mencionadas obras de arte nuevo. Le disgusta enormemente porque no ha entendido nada, porque no se reconoce en ella. Automáticamente, se siente desorientado, humillado e inferior por no poder comprender la obra, y como reacción, el buen burgués[1] busca compensar ese sentimiento de humillación afirmándose a sí mismo de forma indignada.

A esto es a lo que Ortega llama lo humano, aquello en lo que una persona puede reconocer sus hábitos cotidianos. ¿Tiene la culpa Kandinsky de no presentar figuras humanas en sus cuadros, y por tanto de no agradar al público? ¿O es el burgués el realmente incapaz de aceptar propuestas estéticas fuera de sus hábitos, de sus pasiones diarias? Ante estas preguntas creo que sería más sensato no buscar culpables, pues si no estaríamos favoreciendo el divorcio entre unos y otros y agrandando las distancias; lo que pretendemos es precisamente lo contrario.

Lo que Ortega propone puede compararse con un ejercicio ocular sencillo: imaginemos que estamos mirando un jardín a través del vidrio de una ventana. Ahora bien, si nos concentramos en observar el jardín, debido a la propia naturaleza del ojo y de la luz, no podremos ver al mismo tiempo el vidrio, éste pasará desapercibido; y del mismo modo, si nuestra atención se centra en los detalles del cristal, veremos el jardín como un fondo borroso. Digamos que ambas operaciones son incompatibles: o bien observamos de forma precisa el jardín, o bien el vidrio.

El mismo efecto tiene percibir una obra de arte, pues o bien podemos buscar en ella aquellas pasiones humanas de la vida real con las que nos identificamos, o bien podemos centrar nuestra percepción en la obra en sí. La primera posibilidad supone no pararnos realmente a observar el cristal que tenemos delante, que sería la obra de arte y por tanto la verdadera intención del artista, mientras que la segunda supone poseer una cierta sensibilidad para apreciar el verdadero jugo de la obra.

Y aquí sería de interés pararse a reflexionar sobre cuán importante es el cristal como símbolo y metáfora del arte. Cuando en el ensayo de Ortega se habla de la realidad del cuadro, se está haciendo referencia no a buscar y reconocer la realidad que conocemos en el cuadro, sino a aquella realidad del cuadro en sí mismo, a la visión que el artista allí ha plasmado y que es algo así como un filtro o una interpretación personal de la vida. Es de alguna manera el mismo planteamiento de Heidegger: el arte no expresa la realidad en sí, sino que es símbolo para hablar sobre su verdad.

Y en este punto no sería de extrañar si pensáramos en los espejos cóncavos de Valle-Inclán o en la poesía de Díaz Mirón:

[…]

¿Qué cristal el que filtra y altera?
Pues mi humor peculiar, mi manera.
Para mí, por virtud de objetivo,
todo existe según lo percibo.

S. Díaz Mirón

Aunque Lachenmann en realidad no conoció a Ortega y Gasset en persona (algunos de sus ensayos datan de cuando el compositor alemán ni siquiera había nacido), sí podemos pensar que los dos textos que aquí nos ocupan están emparentados de alguna manera.

Musik als existentielle ErfahrungEl pensamiento musical de Lachenmann plasmado en sus escritos Musik als existentielle Erfahrung (Música como experiencia existencial), si bien dista unos 40 años del de Ortega, plantea en esencia lo mismo que el pensador español: la costumbre como problemática de la belleza. Pensemos por un momento en la gastronomía: todos hemos probado algún plato exótico alguna vez, y es más que probable que nos haya sabido distinto e incluso raro a nuestro paladar. La repetición de hábitos, como comer durante años más o menos los mismos platos, crea patrones de gusto: lo que conozco me agrada, y por tanto no tengo problema en repetir lo que sé que funciona.

Ahora bien, pensemos en la diferencia entre reconocer algo y conocerlo por primera vez.  En el primer caso, nuestro cerebro está cómodo, habituado y no necesita hacer grandes esfuerzos para funcionar, básicamente porque los circuitos neuronales ya están trazados anteriormente. Pero con la segunda acción (al conocer algo por primera vez) nuestro yo se confronta con la novedad, y con ello probablemente construya nuevos circuitos en nuestro cerebro. De hecho, estudios recientes muestran que cambiar los hábitos reduce las probabilidades de padecer alzheimer, como puede ocurrir cuando probamos un nuevo plato, cuando conocemos por primera vez a alguien o cuando buscamos un camino distinto al que hacemos todos los días andando.

También ha ocurrido así en la historia del arte occidental. Podemos observar cómo la fatiga estética termina por agotar el gusto y con ello un estilo determinado. Ocurrió, por ejemplo, tras los excesos de ornamentación del barroco en casi todas sus manifestaciones artísticas; como consecuencia, no es de extrañar la simplificación de formas y de detalles que encontramos en el periodo neoclásico.

Por eso es más que razonable el planteamiento estético de Helmut Lachenmann, que parte de un análisis y rechazo a la hiperdominancia del repertorio clásico-romántico en los auditorios de música clásica, una herencia arraigada en la “ideología del concierto burgués” del s. XIX. Y aquí es donde Lachenmann encuentra a Ortega, pues ambos coinciden en sus análisis sobre el dualismo tradición-arte nuevo: cuando el público escucha cualquier obra del repertorio tradicional, busca reconocer y acomodarse al hábito, no explorar territorios nuevos. Las obras nuevas suelen ser, por tanto, algo así como una masa amorfa e incómoda imposible de descifrar y con la que difícilmente se puede empatizar, y en consecuencia, el repertorio tradicional se convierte en una especie de bote salvavidas que nos da la seguridad y se reafirma una y otra vez como lo conocido, como lo cómodo.

Y en este punto es donde Lachenmann propone su propia visión de la música como experiencia: uno comienza a escuchar una obra que no conoce, y si bien al principio esa experiencia trata sobre la percepción de algo nuevo que irrita, a continuación lo que sucede es que uno se empieza a observar a sí mismo. Comienza a removerse y a confrontarse con lo desconocido, a inspeccionarse internamente y a experimentar la fricción entre el bagaje musical que tiene, con su historia y sus hábitos, y lo nuevo que se le está ofreciendo. Esa es la verdadera experiencia musical que plantea Lachenmann a través de su musique concrète instrumental; lo esencial no es tanto la obra en sí misma, sino la relación entre la propia obra y nuestra experiencia de observarnos: la belleza es el rechazo de la costumbre[2].

Se trata de alguna manera de romper la cadena que nos ata al hábito y al repertorio clásico-romántico. No es la primera vez que la ruptura con lo anterior genera nuevos gustos e invita a nuevas estéticas; en el fondo, ¿no trata la batalla de Hernani del conflicto entre el arte nuevo y arte viejo? ¿No fue entonces el Romanticismo atacado ferozmente como lo ha sido parte de la vanguardia del siglo XX?

Por ello, los conceptos de ruptura e incluso de muerte, entendidos como liberación, no han de entenderse como aspectos necesariamente negativos, sino más bien al contrario. En el mito de Edipo podemos reflexionar sobre qué significa para un hijo dar muerte con sus propias manos al padre; no es tema menor, pues de no ser así Freud no hubiera abordado la cuestión de la muerte del progenitor como liberación personal.

Mata a tu profesor (kill your teacher) son palabras que el propio Lachenmann pronunció durante una cena junto a jóvenes compositores, y por curioso que pueda parecer (recordemos lo importante que Nono fue en su vida, sobre todo si tenemos en cuenta la máxima de camina hacia lo desconocido que el maestro italiano le recomendó seguir), encierran una cuestión fundamental no sólo para cualquier artista que busca su propia voz, sino para cualquier persona; se trata de nuevo del tema de la ruptura con lo que nos ata, y por tanto, del comienzo del verdadero encuentro con uno mismo.

Y precisamente porque todos los compositores que en su día fueron rompedores, desde Monteverdi hasta Lachenmann, son los que han abierto nuevos espacios, son los que le han preguntado a la escucha por ella misma y han propuesto una nueva manera de oír, de percibir. Son verdaderos autores en el sentido original del término: Autor viene de auctor, el que aumenta. Los latinos llamaban así al general que ganaba para la patria un nuevo territorio[3].

A pesar de ello, la música de Lachenmann es a menudo enormemente clásica hablando en términos puramente musicales. Si uno conoce sus partituras y sus escritos, o si tiene la oportunidad de asistir a ensayos de su música, encontrará términos como melodía, variaciones, crescendo dramático, tumultoso, etc. No se trata por tanto de hacer tabula rasa y crear desde cero (y aquí sería de interés tratar el pensamiento de John Cage, aunque no nos ocupa en este artículo), pues de alguna manera u otra siempre existe una herencia y un diálogo entre la tradición y la vanguardia, es todo más rico y contradictorio de lo que pudiera parecer.

Como conclusión, deseamos invitar a ampliar horizontes siguiendo las reflexiones del propio Ortega y Gasset:

Poca es la vida si no piafa en ella un afán formidable de ampliar fronteras. Se vive en la proporción en que se ansía vivir más. Toda obstinación en mantenernos dentro de nuestro horizonte habitual significa debilidad, decadencia de las energías vitales. El horizonte es una línea biológica, un órgano viviente de nuestro ser; mientras gozamos de plenitud el horizonte emigra, se dilata, ondula casi al compás de nuestra respiración[4].

Notas

[1] Expresión utilizada por el propio Ortega haciendo referencia al público contemporáneo de su tiempo. J. Ortega y Gasset (2010): La deshumanización del arte. Barcelona, Planeta DeAgostini.

[2] Encontrado en el artículo firmado por P.Gianera (2014): Entrevista publicada en el diario La Nación, Argentina, 14 de marzo de 2014

[3] J. Ortega y Gasset (2010): La deshumanización del arte. Barcelona, Editorial Planeta DeAgostini.

[4] Ibíd.

José Ortega y GassetHelmut Lachenmann