Francisco López, sonido abyecto [untitled #337]

Por  José Tomé  Twitter @Jose_Tome_Sound  01/12/2016

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Hace tiempo que quería escribir sobre Francisco López, uno de los principales experimentadores sonoros contemporáneos con un largo historial de publicaciones, conciertos e instalaciones como pocos (P.S.1 Contemporary Art Center (New York City), London Institute of Contemporary Arts, Paris Museum of Modern Art,  Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, Museo de Arte Contemporáneo de Barcelona, etc.), con tres menciones de honor en el festival Prix Ars Electronica y ganador del premio Qwartz Electronic Music Awards 2010 en la categoría de «Best sound anthology», ahí es nada.
Desde el año 2000 he podido asistir a varios de sus ciegos rituales sonoros además de disfrutar de sus obras #untitled y #withtitle (Wind, Qal’at Abd’Al-Salam, Belle Confusion, La Selva, etc.), siempre llenas de interesantes propuestas entre las que destaco la exploración de los límites de la percepción auditiva, el uso de los espacios acústicos no controlados, la utilización de los rangos de frecuencia extremos, normalmente desechados por ser considerados ruido, su interés por los sonidos no intencionados e impredecibles fruto de la naturaleza o de la acción del hombre sin fines musicales, la tecnología como creadora de sonido o transformadora de este, por citar algunas.
En ocasiones sus diversas y personales líneas de trabajo se condensan en una sola pieza junto a lo que considero un claro posicionamiento político como sucede en #337.

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Imagen original por Mikel R. Nieto

Pero lo que me ha llevado a escribir sobre esta obra es la recepción el 25 de octubre de 2016 de un correo de Francisco López con el archivo audible (#337), un PDF. y un breve mensaje:

Dear friends,

I have the pleasure of sending you directly my latest –indeed, peculiar- release, which is only ‘published’ as a free, email-attachment, uncompressed, single-track, 80-minute long, audio file.

Please use decent headphones or speakers, play at maximum volume, take your time… and enjoy.

All the best,

Francisco López.

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Por común que pueda resultar en nuestros días el envío de una composición por correo electrónico, recuerda la distribución underground  de la casete a finales de la década de los 70 y 80 de la cual fue partícipe junto a  Esplendor Geométrico, Nocturnal Emissions, Merzbow, Zoviet France, por citar algunos. Un acto que acorta y acelera la conexión con el receptor sin intercambio económico, exento de formato físico y por ello del «fetichismo de la mercancía», algo que interesa especialmente a Francisco López ya que reduce la influencia externa subjetiva y facilita al receptor (al igual que la desposesión de nombre descriptivo o conceptual en sus piezas) una experiencia sin predisposición, intrínseca y «absoluta». No puedo dejar pasar el hecho de que esta obra nazca del proceso digital y al ser distribuida de dispositivo a dispositivo se mantenga como un conjunto binario de principio a fin, sin conversión, sin fisicidad.

#337 está concebida para el formato con perdida MP3 y con una extraordinaria baja resolución de 16 kHz de frecuencia de muestreo  y una tasa de Bits de 16 kBp/s, cuando para un mp3 «HD» estándar sería de 44,1 kHz y 320 kBp/s o para un archivo WAV (formato sin perdida de compresión) calidad CD tendría una tasa de bits 1411 kBp/s y 44,1 kHz de muestreo. Esta frecuencia de muestreo limita la frecuencia máxima de los sonidos que puede contener la pieza (teniendo en cuenta el Teorema de Nyquist solamente se podrán reproducir sonidos que no superen los 8 kHz). Este muestreo da como resultado un ancho de banda cercano a la radio AM,  muy alejado de los 20 Khz de frecuencia máxima que pueden contener otros formatos.
Esta frecuencia y su tasa de Bits se plantea como una decisión con el único propósito de facilitar el envío por medio de correo electrónico pero su máxima incluida en las notas adjuntas «Low-resolution High Definition» deja entrever el interés de Francisco López por poner en duda la relación entre resolución y  definición como sinónimo de alta calidad.
El empuje del mercado hacia una resolución cada vez mayor implica un aumento de la necesidad de almacenamiento, de ancho de banda y de equipos de reproducción cada vez más potentes, por lo que la carrera hacia la «alta resolución» se presenta como un motor para aumentar el consumo en la era digital. Ciertamente para algunos sonidos e instrumentos que contengan muchos armónicos o ultrasonidos que se deseen capturar son necesarias resoluciones superiores a 44,1 kHz pero en muchos casos es simplemente una sobredimensión evitable.

Espectro en bloque inicial con artefacto y subgrave previo a bloque segundo

Espectro en bloque inicial con artefacto, grave y subgrave

La escucha inicial, somera, de la pieza resulta abrupta, áspera y difícilmente legible, incluso surgen dudas sobre si la reproducción está siendo correcta debido al gran número de artefactos sonoros que se escuchan aunque esto queda descartado desde el inicio al ser advertida su presencia intencionada en el PDF adjunto. Al realizar una escucha atenta en diferentes sistemas nos encontramos con una pieza cambiante, llena de elementos y detalles pero sumamente volátil, que se trasforma fuertemente según el equipo usado para su reproducción. Debido a las características extremas de la pieza puedo  afirmar que cada equipo reproduce una composición diferente en base a las limitaciones técnicas del mismo, esto es motivado, mayoritariamente, por el extenso uso que se hace de graves y subgraves como se puede ver en la gráfica.

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Desde los primeros minutos, la gran masa de energía está en bajas frecuencias (grave, subgrave e infrasonidos) principalmente de 50 Hz a 0 Hz, seguida de la banda de 100 Hz a 1 kHz tras la que hay un abrupto corte que da paso a picos intermitentes, artefactos comprendidos entre 1 kHz y 8 kHz, como se puede ver.

Sin entrar en demasiada profundidad, en la industria musical y audiovisual se suele eliminar o atenuar sistemáticamente la banda subgrave apareciendo esta como acompañamiento de SFX o bases rítmicas pero siempre de manera muy limitada. Por otra parte, los equipos de gama media y baja pocas veces pueden reproducir estas frecuencias ya que se suelen aplicar filtros o atenuadores en su fabricación para bloquear su paso y evitar daños en los conos y membranas de los altavoces. Por tanto, si normalmente los subgraves se usan con cautela, se atenúan o se eliminan por ser difíciles de manejar en la reproducción y mantener una relación de frecuencias cercana a la que se realizó en el estudio, el resultado es la existencia de una fracción del rango auditivo que se está excluyendo sistemáticamente. Esto es justamente lo contrario de lo que se suele encontrar en muchos de los trabajos de Francisco López que abren interesantes vías de escucha, aleatoriedad y exploración del espacio. Estas son algunas de ellas: en los equipos que no puedan reproducir con «exactitud» la banda grave y subgrave,  la pieza se emitirá atenuada en estas frecuencias y, posiblemente, con chasquidos y petardeos aleatorios procedentes de los conos de los altavoces y resonancias internas de la caja debido a la imposibilidad de vibrar correctamente a estas frecuencias, como se puede ver en este vídeo. Estos sonidos imprevisibles son nuevos elementos y texturas que se añaden a la composición y variarán dependiendo de la amplificación y características de los altavoces.
Los equipos con mayor amplitud o provistos de subwoofer proyectarán un potente, envolvente y vibrante drone de gran intensidad, físicamente perceptible, junto a la aparición de resonancias condicionadas por la acústica de la sala y el nivel de emisión (en este caso, máximo).
La escucha por medio de auriculares eliminará la interacción espacial pero será intervenida por la curva de respuesta propia del modelo de auricular con sus consiguientes atenuaciones, realces y limitaciones .

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Espectrograma por bloques: B1 hasta 27:12, B2 hasta 51:28, B3 hasta 01:04:14, B4 hasta final.

Entre los sonidos graves se pueden descubrir también elementos intermitentes suaves espaciados en el tiempo que sobresalen de las capas inferiores.
Pero lo que más llama la atención desde la primera escucha es el gran protagonismo de los artefactos de compresión que dividen los diferentes «movimientos» de la pieza por medio de variaciones en su morfología, intensidad o por su ausencia. La generación de estos sonidos está relacionada con los formatos de audio con pérdida (MP3, AAC, OGG, WMA, Dolby AC-3, etc.)  que trabajan con modelos psicoacústicos basados en la percepción auditiva humana utilizando las limitaciones de la percepción y el enmascaramiento para poder reducir el tamaño de los archivos y minimizar la sensación de pérdida de calidad. Si se utiliza una compresión agresiva o reiterada se pueden producir artefactos de compresión cuyo sonido, sobradamente conocido, recuerda a cantos de pájaro como se puede escuchar a continuación en este archivo que he procesado (originalmente un aplauso).

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El artefacto como sonido «absoluto»  se establece aquí como símbolo elevado en el ideario de Francisco López al poseer entidad propia, ser un elemento abstracto que genera incomodidad perceptiva, producido exclusivamente por la actividad digital e inconexo con la fenomenología natural. Si como símbolo no llega a la excelencia es a causa de la rápida asociación a una realidad tecnológica impregnada de juicios de valor creados, en parte, por la manera en la que se presentan y son usados por los medios de comunicación como sinónimos de veracidad (sin manipulación), dificultad de obtención (cámara oculta, situación extrema, etc.), inmediatez, etc., como se puede escuchar en este fragmento:

Un conjunto de sinónimos a los que también se unirán en un futuro cercano recuerdo, nostalgia, lejanía, pasado, olvido, como ya sucede con el hiss de las cintas magnéticas o los pops y clicks de los discos de vinilo, cilindros, etc.
Tal vez #337 nos hace conscientes de esta alienación para que podamos romper las ataduras que nos ligan a la percepción automatizada, una deconstrucción de la comunicación y su valor social para apoderarnos de la escucha.

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Disorient (Allegue & Lacmanovic)

Más fácil resulta este «extrañamiento», aún conteniendo sonidos concretos, con   With/In (Francisco López with Valentina Lacmanović), grabaciones realizadas durante la danza ritual de giro (ritual whirling) como respiraciones, latidos, roces, ropa, pasos, etc. Sonidos usualmente despreciados en las danzas derviches al suponerse una fuente de distracción del ritmo visual y la espiritualidad pero que crean aquí un mundo de gran intensidad, musicalidad, humanidad y cercanía.

 

Finalmente, después de un gran aparataje y un corte abrupto entramos en el cuarto bloque (01:04:14), más sutil, de tonos mantenidos y sonidos intermitentes de gran delicadeza apoyados con movimientos en el espacio de elementos graves junto con subsonidos que avanzan en un lento decaimiento hasta el silencio auditivo.

Para terminar, quiero citar un fragmento de la presentación en español de Noise & Capitalism [1] (Ruido y Capitalismo) publicado por Arteleku Audiolab que resulta esclarecedor ante el trabajo de Francisco López:

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Por lo que al igual que #337 ¡desafiemos a la administración de la cultura y la institucionalizad artística, creemos un reducto de resistencia creativa, cuestionemos el dogma sonoro y perceptivo!

Notas e información complementaria


[1] Descarga: artxibo.arteleku.net/en/islandora/object/arteleku%3A378/datastream/OBJ/download
Técnicos
Algoritmo de compresión sin pérdida
Comparison of audio coding formats
MPEG Surround
Lossless compression

Otros
EL AUTOR COMO PRODUCTOR (Walter Benjamin)
El Monstruo en el arte (Adolfo Vásquez Rocca)
BEFORE THE APOCALYPSE! (Francisco López & SONM)

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CRÓNICA DE UN INTENTO DE DIFERENCIACIÓN ENTRE MÚSICA Y ARTE SONORO

Por: Alberto Bernal para Sul Ponticello

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CRÓNICA DE UN INTENTO DE DIFERENCIACIÓN ENTRE MÚSICA Y ARTE SONORO

Siempre tuve la sospecha de que la música de Debussy tiene bastante de arte sonoro, y que, de haber nacido un siglo después, el otrora compositor habría sido un artista sonoro de referencia, con multitud de instalaciones y obras site specific que toda galería y museo de arte contemporáneo soñaría con tener en su colección.

De manera similar, también sospecho que las instalaciones de Janet Cardiff sueñan con ser música, añoran las salas de concierto y teatros de ópera que ocuparon en una vida anterior, y que, de haber nacido un siglo y medio antes (y no haber sido mujer, claro, que eso la época lo llevaba muy mal) sería un compositor cuyas obras (óperas y lieder, sobre todo) serían fundamentales en el repertorio de aquel último romanticismo protagonizado por Mahler y otros.

Son dos sospechas que me llevan a una tercera, ya quasi convicción: que más allá de las cuestiones ideológicas y estéticas asociadas a la diferenciación entre las supuestas disciplinas de la música y el arte sonoro, existe un relevante fondo fenomenológico en todo ello, que tiene que ver con cómo percibimos y ubicamos los sonidos en relación a nuestra vivencia del tiempo y del espacio.

Diferenciación ideológica I: “el conservatorio no mola”

Una de las diferenciaciones más empleadas por artistas sonoros para no definirse como músicos o compositores suele venir marcada por un manifiesto deseo de desligarse de la institución Conservatorio. El conservatorio, como su propio nombre indica, es conservador por naturaleza. Si en un conservatorio al uso un alumno de piano puede llegar a ser suspendido por tomarse la osadía de tocar Bach sin pedal -o por la razón opuesta, según la ideología imperante en el centro-, nos podemos imaginar entonces qué margen les quedan en todo esto a aquéllos que apuestan por nuevas redefiniciones de lo sonoro desde el ámbito de la creación. Por suerte, hay felices excepciones en algunos centros, si bien los planes de estudio no suelen dejar mucho espacio para ello.

Ante lo anterior, es fácil imaginar por qué muchos artistas sonoros rehusan llamarse compositores. De hecho, me atrevería a decir que el número de autodenominados artistas sonoros en un entorno dado es directamente proporcional a la hostilidad con los nuevos lenguajes musicales de las instituciones educativas presentes en ese entorno. Frente a la carga histórico-ideológica que, por lo expuesto, supone la música, la denominación de “arte sonoro” es, por contra, mucho más ligera y libre de preconcepciones estilísticas o prejuicios estéticos.

Diferenciación ideológica II: “los artistas sonoros son unos amateurs”

El reverso de la anterior diferenciación es habitual encontrarla en compositores que miran con cierto recelo la escena del arte sonoro (y, a veces, un tanto por encima del hombro): precisamente el hecho de no provenir de una establecida tradición hace del arte sonoro algo “menor” frente a la “gran música seria”. Es más, a veces incluso resulta sospechoso que algunos de los artistas sonoros puedan tener alguna raíz musical en géneros tan alejados de la (así llamada) música culta como puedan ser el punk o el rock progresivo. Las procedencias de los artistas sonoros suelen ser tan variopintas (artes plásticas, informática, técnica de sonido, arquitectura…) que es prácticamente imposible establecer ninguna línea común hacia el pasado. Frente a eso, los compositores de conservatorio podemos trazar siempre una línea que recorre toda la historia de la música hasta llegar a nosotros mismos como último eslabón. Eso nos da también una supuesta profesionalidad de la que carece el artista sonoro: tenemos un diploma que nos acredita como compositores, una profesión aprendida en la Academia y amparada por una larga y respetable historia de grandes maestros. El artista sonoro, en cambio, suele ser autodidacta, es un “amateur” que (hasta hace bien poco) sólo podía aprender lo que hace al margen de las instituciones académicas… O, en otras palabras: Historia y Academia como legitimidad.

Diferenciación estética

En realidad, ni la ideología es inmune de estética, ni ésta está libre de aquélla, y detrás de las posibles diferenciaciones ideológicas hay en ocasiones una manifiesta determinación de alejarse o acercarse a aquello que la opinión pública y el establishment nos define como música. Mi ejemplo favorito en este sentido es el de un conocido artista sonoro (o compositor), que refiere su determinación por denominar a lo que hace “arte sonoro” a las cenas familiares de Navidad: decir que lo que hacía es música implicaba entrar en una serie de inútiles discusiones acerca de si sí es o si no es, etc. etc; en cambio, decir que lo que uno hace es arte sonoro nos puede ahorrar ese mal trago de tener que explicar a algunos familiares el sentido de lo que hacemos…

Más allá de lo anecdótico, encontramos aquí también una posible definición (estética) del arte sonoro: es aquello que hacemos con sonido que no queremos llamar música, aquello que escapa a la concepción convencional de la música. Curiosamente, esta definición casi coincide con una de las definiciones de la nueva música más interesantes que conozco : “la nueva música es aquélla que se pregunta a sí misma si es o no música” (Mathias Spahlinger), la cual nos lleva inexorablemente a la pregunta que da título a nuestro texto:

¿Es entonces el arte sonoro la nueva música?

Cage hubiera respondido probablemente con un “you don’t have to call it music, if the term shocks you”, lo cual no hace sino restar importancia a la denominación de las cosas en aras de la percepción de la obra de arte en sí.

En realidad, concuerdo bastante con Cage, pero, aún así, sigo teniendo la sospecha de que la música de Debussy tiene mucho de arte sonoro…

Tirar del hilo de mis sospechas me lleva al ejercicio de probar a admitir que música y arte sonoro puedan ser disciplinas fenomenológicamente diferenciadas, e indagar entre sus posibles definiciones en busca de algo de claridad. En lo que respecta a la música, uno se encuentra con un mar de ambigüedades, la mayoría bastante obsoletas (pues no acaban de salir del hecho de que la música sean tonos, lo cual no hace justicia ni a los últimos cien años ni a muchas músicas no-europeas), y donde destaca por su objetividad aquella definición que dice que “Music” is a song by American singer-songwriter Madonna, from her eighth studio album of the same name.

Tampoco nos aportan demasiado las definiciones de arte sonoro, viniendo a ser la más extendida la que lo define como “disciplina artística en la que el sonido es utilizado como medio”. Lo anterior, o bien nos traslada la diferenciación hacia el binomio arte-música (¿es la música arte?) o no hace sino ejercer de metadisciplina dentro de la cual estarían contenidas todas aquellas ramificaciones que utilizan el sonido como medio, entre ellas, por supuesto, también la música.

Más interesante que rastrear definiciones en busca de una que nos pueda funcionar momentáneamente para trazar una separación entre música y arte sonoro, es quizá echar la vista atrás hacia los diferentes intentos de clasificación fenomenológica de las artes que vienen sucediéndose especialmente desde la puesta en existencia de la estética como disciplina filosófica, allá por 1750. De entre ellos, me parece particularmente interesante lo expuesto por Lessing, por una parte y, un poco más adelante, por Hegel. Ambos toman como punto de partida fundamental para su clasificación los elementos de tiempo y espacio, y cómo las diferentes disciplinas artísticas se relacionan con ellos.

Para Lessing, en su famoso ensayo sobre el Laocoonte[1], la diferencia fundamental entre la poesía y la pintura es la secuencialidad de la primera, frente a la simultaneidad de la segunda. El objeto estético del poema es expuesto linealmente a lo largo del tiempo, mientras que pintura o escultura lo hacen en un instante congelado de tiempo, sirviéndose para ello del espacio. Si bien no llega a decir nada acerca de la música, me parece particularmente interesante el hecho de que, más allá de declarar qué es una u otra disciplina artística, se ocupa sobre todo de cómo las percibimos. Que la diferencia fundamental de la pintura respecto a la poesía no sea, Lessing dixit, tanto la materia de la que están hechas, sino el hecho de que las percibamos desplegadas en el espacio o en el tiempo, es algo que nos puede aportar algunas claves en el camino de la diferenciación entre la música y el arte sonoro, como veremos más adelante.

El sistema de las artes establecido por Hegel[2] parte igualmente de una reflexión en torno al espacio y al tiempo, y el papel que éstos asumen en el camino desde la mera materia hacia su concepción de la Idea y de representación de lo Absoluto. De esta manera, la arquitectura, en tanto que arte simbólico, sería una mera reordenación de la materia en el espacio. Tras ésta, la escultura, prototipo de arte clásico, seguiría utilizando el espacio tridimensional, pero apuntando ya hacia una superación de la exterioridad al constituir una perfecta unión de forma y contenido. Esta exterioridad de la materia y del espacio empieza a ser superada progresivamente con la primera de las artes que denomina “románticas”: la pintura, que al bidimensionalizar el espacio comienza un camino que culmina en la música, cuya liberación de la materia la constituye como arte romántico por excelencia. La música, a su vez, será trascendida por la poesía, en tanto que arte que, al introducir el elemento verbal en el discurso estético, se constituiría como una especie de bisagra hacia, siempre según Hegel, la superioridad del discurso filosófico, cuyo pensamiento conceptual se constituiría así como adecuado para la representación de lo Absoluto.

Si bien lo anterior nos deja al descubierto varias sendas fascinantes -acerca del papel de lo verbal/conceptual en el discurso estético o de la función de la materia en la clasificación epocal de las artes, por nombrar sólo dos-, voy a tratar de no transitar ninguna de ellas en este artículo e ir al núcleo de la problemática que estamos presentando: el hecho de que para Hegel la música se constituya como arte romántico por excelencia tiene que ver con su característica temporalidad. La temporalidad de la música supone la superación del espacio, su anulación y la supremacía del elemento tiempo se constituye así en un camino hacia la interioridad del sujeto. Si bien esta dualidad tiempo-espacio ha sido puesta en duda varias veces ya desde principios del siglo XX y no tenemos por qué compartirla tal cual -al igual que la jerarquización que establece-, hay un aspecto crucial en lo que comenta Hegel: la música vendría a ser aquí el arte temporal por definición, donde todo lo demás (espacio, representación, exterioridad, concepto…) se diluye en aras de un discurso estético construido enteramente sobre el tiempo y con la manifiesta y efímera temporalidad del sonido como materia prima. Si bien Hegel está hablando aquí de la música de su tiempo -época dorada del concepto de música absoluta- y lo hace en unos términos ideales que parecen excluir las habituales impurezas de la praxis musical en su relación con la poesía o con la escena, no me parece para nada desacertado admitir que, en efecto, en el plano de las artes existe un vértice (subrayo) ideal en el que discurso y sentido estéticos estarían basados en la ordenación de sonidos sobre el tiempo[3]. Por comodidad y para no liar más la cuestión, llamaremos a esto (subrayo las comillas) “música”, al menos de momento.

Si para Lessing o para Hegel el tiempo constituía una superación (de la simultaneidad en el primero y de la materialidad del espacio en el segundo), es interesante observar cómo en la reacción contra el romanticismo del nuevo siglo XX, es precisamente la superación del tiempo lo que se va a convertir en posibilidad, al menos la superación de ese tiempo lineal del que hablan los dos autores alemanes. Una argumentación interesante a este respecto es la que expone Anette Naumann[4] al apuntar hacia dos modalidades de tiempo en la percepción de la obra de arte: el tradicional tiempo cuantizable y objetivo (tiempo como transcurso lineal) y el tiempo vivido y subjetivo (tiempo como intensidad). Desde este punto de vista podríamos completar la definición de aquello que antes llamábamos música como “ordenación de sonidos en el transcurso del tiempo”; la composición musical se ocuparía así, entre otras cosas, de crear un transcurrir del tiempo característico.

Es lo anterior una de las razones por las que pienso que algunas obras (supuestamente de arte sonoro) de Janet Cardiff & George Bures Miller tienen mucho de música: hay una tendencia muy habitual a crear transcursos temporales. En El hacedor de marionetas[5], por ejemplo, se generan múltiples narrativas que requieren de la linealidad del tiempo para su percepción; es cierto que no es un único transcurso el que se da, sino varios simultáneamente, pero la relevancia de este transcurrir del tiempo sonoro que estoy llamando música es mucho más acusada aquí que en la mayoría de instalaciones de arte sonoro que uno tiene la oportunidad de presenciar.

En el otro lado de mis sospechas, el caso Debussy nos puede aportar también algunas claves para entender la problemática hacia la otra dirección: uno de los aspectos que siempre me han parecido más sobresalientes de su música es, precisamente, su capacidad para suspender la linealidad del tiempo. En muchas de sus obras (pienso en La Mer o en los Preludios para piano) los sonidos parecen no querer ir a ninguna parte, parecen conformarse simplemente con “estar” ahí. Frente a la extrema teleología temporal de la generación romántica anterior (especialmente Wagner y afines), en la que todo parece formar parte de una línea de tiempo de la que es imposible apartar la escucha, la música de Debussy parece sencillamente querer invitarnos a entrar en una sala de escucha de la que podríamos salir en cualquier momento. ¿No es esto muy similar a la experiencia que podemos tener al contemplar una instalación en un museo?

Sonidos que están ahí sin querer ir a ninguna parte. ¿Existe entonces algo fenoménico en las instalaciones sonoras más allá de la obviedad de su formato y lugar de exposición? Max Neuhaus definía precisamente la instalación sonora como una acción (sonora) perpetua sin punto culminante musical, es decir, una experiencia sonora sin principio ni final, ni una linealidad temporal definida.

¿Es entonces esta renuncia al tiempo lineal (musical) lo característico del arte sonoro? Quizá sería más pertinente decir que, más que lo característico, constituye su condición de posibilidad. En el momento en que la percepción puede liberarse de esta dependencia del transcurso temporal característica del discurso musical es cuando el sonido puede comenzar a ser otra cosa. Por ejemplo, puede comenzar a ser de nuevo materia, quizá recorriendo en sentido inverso el camino hacia la interioridad del Sujeto que señalaba Hegel para volver a aproximarse a su presencia como objeto material. Tal vez podríamos decir que el sonido deja de estar en el tiempo para, en su caso, desplegarse en el espacio.

Es innegable que toda obra y experiencia musical necesita un espacio para existir. Sin embargo, éste suele quedar reducido a la mínima relevancia y, salvo escasas excepciones, no suele formar parte de la obra propiamente dicha. El objetivo de la acústica arquitectónica de las salas de concierto y estudios de grabación ha venido siendo, precisamente, el de neutralizar lo más posible su propio espacio: el mejor espacio es el que no se percibe, el que permite que el sonido permanezca inalterado (inmune a la materia) desde todas las posiciones de escucha, de forma que cada espectador pueda presenciar exactamente la misma obra desde cualquier posición, que pueda tener exactamente la misma experiencia de tiempo lineal. En el fondo, un cuarteto de Haydn o una sonata de Boulez son básicamente la misma obra en un auditorio moderno o en una iglesia, y lo que pueda variar en uno u otro caso no cambia substancialmente la obra en sí.

En cambio: instalaciones, esculturas, intervenciones sonoras y otras formas afines del arte sonoro suelen precisamente inscribirse en la espacialidad en la que se dan, hasta el punto de que, en algunos casos, puede no ser posible su traslación a otro espacio diferente de aquél para el que fueron concebidos. Por lo que respecta al tiempo, sin embargo, lo habitual es que, si bien es (obviamente) necesario para la experiencia de la obra, éste no suele adquirir una forma fija, no suele presentar una linealidad, y lo habitual es que carezca de un marco de principio y final, o que éste no sea demasiado relevante, tal y como apuntaba Neuhaus. No sé si es demasiado exagerado decir que la mejor temporalidad es la que no se percibe, pero lo cierto es que el hecho de que presenciemos una instalación sonora durante tres, cinco o diez minutos no suele cambiar substancialmente la obra que percibimos.

Ya no es sólo que se inscriban en un espacio concreto, sino que podríamos decir que lo que instalaciones, esculturas o intervenciones sonoras tienen en común es, precisamente, la creación de un espacio sonoro. Puede ser un espacio inscrito en una arquitectura cerrada, un espacio abierto dialogando con el entorno en el que se inscribe, el espacio que genera para sí mismo un objeto o escultura sonora, o simplemente un sonido ocupando un espacio de forma característica. Lo que presenciamos en cada uno de estos casos constituiría ante todo una experiencia del espacio: una experiencia sonora del espacio, en contraposición a la experiencia sonora del tiempo que constituía lo que definíamos como música. Por tanto, me parece pertinente plantear la existencia de otro vértice (también ideal) de la experiencia estética en el que su discurso y sentido estarían basados en la ordenación de sonidos en el espacio. ¿Podemos llamar a esto “arte sonoro”? Por cortesía con lo que anteriormente llamábamos música, vamos a convenir de momento en que sí.

Por tanto, y releyendo aquí libremente a Lessing, podríamos estar hablando de dos vértices en la experiencia estética del sonido no verbal: sonidos ordenados en el transcurrir del tiempo (donde el espacio es necesario pero su experiencia estaría atenuada), y sonidos ordenados en el espacio (donde el tiempo sería también necesario pero su experiencia estaría igualmente atenuada). De forma similar a las diferencias que establecía Lessing entre la narratividad de la poesía y la pintura, podríamos decir que lo característico de la música es la secuencialidad de su discurso sonoro (que se despliega sobre el tiempo) mientras que el discurso del arte sonoro aparecería más bien de forma simultánea (desplegado sobre el espacio). Haciendo un juego de traslación al movimiento del tiempo de una famosa frase de Leonardo da Vinci quizá viene a cuento formular la afirmación de que si el arte sonoro es música detenida, la música podría considerarse a su vez como arte sonoro en movimiento — “si afirmas que la pintura es poesía muda, entonces el pintor podría referirse a la poesía como pintura ciega”, que diría Leonardo—.

Llegados a este punto, y con Lessing y Hegel en la sombra, sería muy fácil caer en la trampa de comenzar a hacer juicios de valor acerca de la superioridad de una u otra disciplina. No me parece muy útil entrar por el camino de establecer jerarquías, especialmente por dos razones. La primera es que, como comentábamos al principio, esta jerarquización suele tener un trasfondo ideológico que considero poco productivo. La segunda, y más relevante, tiene que ver con el propio concepto de separación disciplinar: ¿hasta qué punto podemos realmente hablar de la existencia de dos disciplinas, música y arte sonoro, de dos cajones en los que meter las diferentes obras?

Es muy probable que muchos de los lectores que hayan llegado hasta aquí tengan ya en mente unas cuantas obras que pongan en tela de juicio lo que he tratado de exponer acerca de la percepción sonora del tiempo y del espacio; es decir, obras en las que nos sería francamente complicado determinar si constituyen experiencias temporales o espaciales. Se me ocurren dos ejemplos para ilustrar esta problemática: Peter Ablinger y Francisco López. ¿Definiríamos lo que hacen como música o como arte sonoro?

No es raro el comentario entre ciertos sectores conservadores de la música contemporánea de que “Peter Ablinger no merece ser llamado compositor”. Los más benevolentes en este sentido suelen hacer la “recomendación” de que su música en realidad es más bien arte sonoro, y por tanto sería mucho mejor que la expusiera como tal en un museo, y no se empeñara en utilizar para ello el formato de obra musical -con un principio y final determinados en una sala de conciertos-. Ante esto, el propio Ablinger insiste en autodenominarse compositor y en seguir utilizando -junto a formatos más expositivos, bien es cierto- los “viejos” formatos musicales de la música instrumental y la sala de conciertos. Su “música” es demasiado rica en detalles temporales como para ser relegada a una sala de museo y, según sus propias palabras, necesita la atención que sólo se da en los auditorios. Sin embargo, la linealidad temporal que imponen éstos tampoco acaba de ser ideal para una música que acaba trascendiendo lo lineal…

Por otro lado está Francisco López. Su nombre suele aparecer más asociado al género arte sonoro; de hecho, es uno de los “elegidos” como representantes del género en el ya icónico libro “Sound Art[6]. Si bien su riqueza compositiva en la elaboración del transcurrir temporal suele tener una sofisticación y detalle poco habituales para el género, la espacialidad inmersiva que demanda suele estar reñida con la frontalidad de las salas de concierto, siendo más habitual que sus montajes tengan lugar en espacios más versátiles como las salas de museo. Aún así, considero que cuando sus obras son expuestas como meras instalaciones -es decir, en una sala de acceso libre sin un tiempo acotado-, el lugar tampoco es ideal, pues acaban percibiéndose con poca atención, la gente entra y sale sin apenas pararse a escuchar -e impidiendo que los que sí nos paramos podamos hacerlo- y les acaba pasando algo parecido a lo que les sucede a las películas de cine cuando, por la razón curatorial que sea, son expuestas en salas de museo.

Pero más allá de estas supuestas limitaciones de formato, lo que quiero resaltar con estos dos autores que tanto admiro es que, a mi juicio, constituyen dos magníficos ejemplos de un hacer a medio camino entre lo que veníamos llamando “música” y “arte sonoro”. ¿Deberíamos inventarnos una nueva disciplina para definir lo que hacen Peter Ablinger o Francisco López? Podríamos intentarlo[7], pero quizá entonces deberíamos escribir otro artículo como éste para acotar los límites de lo definido y, tal y como estamos haciendo ahora, terminar poniendo en tela de juicio lo definido mediante otro contraejemplo que nos llevará a definir otra nueva disciplina con su correspondiente contraejemplo… y así ad infinitum.

El hecho de que podamos llegar a admitir la existencia de los fenómenos música y arte sonoro en tanto experiencias estéticas ligadas a la percepción del tiempo y el espacio, respectivamente, no implica que podamos trazar una línea recta entre ambas que nos exhorte a ubicar a uno u otro lado las diferentes prácticas artísticas. Es por ello que me he cuidado en llamar “vértices” a estas experiencias. “Vértices” en tanto a situaciones fenomenológicante relevantes, pero ideales, en los que el discurso sonoro sería creado y percibido monocromáticamente, sea como tiempo o como espacio. Si bien podríamos encontrar varios ejemplos paradigmáticos en los que se dan estas situaciones ideales, reconozco que tengo cierta debilidad por todos aquellos “grises” en los que, como en Peter Ablinger y Francisco López, se produce un roce interdisciplinar. Una interdisciplinariedad que yo más bien tildaría de “antidisciplinar”, una protesta contra la disciplina del género artístico, una voluntad por redefinir las disciplinadas experiencias estéticas que nos son dadas por tradiciones remotas y recientes. Hoy en día, en esta voluntad de autoredefinicion de la que hablaba Spahlinger, a veces la música se encuentra con el arte sonoro, al igual que el arte sonoro también se encuentra con la nueva música[8]. Y en este encuentro antidisciplinar es donde vuelve a plantearse nuestra pregunta: ¿es el arte sonoro la nueva música?

No me puedo resistir a la tentación de responder con un (con permiso, Mr. Cage): You don’t have to call it sound art…

Notas


[1] Gothold Ephraim Lessing. Laocoonte o sobre los límites en la pintura y la poesía (1766)
[2]
Georg Wilhelm Friedrich Hegel. Lecciones sobre estética (1819)
[3]
Quizá habría que añadir: sonidos no verbales, para evitar así una posible confusión con los sonidos de la poesía, si entendemos ésta como un arte principalmente sonora (tal era el caso para Hegel, por cierto).
[4]
Anette Naumann. Tiempo, espacio y movimiento como criterios en la percepción del arte. 1998
[5]
Instalación recientemente expuesta en el Palacio de Cristal del Parque del Retiro (Madrid)
[6]
Sound Art; beyond music, between categories. Alan Licht (2007)
[7]
Es más o menos habitual utilizar el término “instalación de concierto” para experiencias similares.
[8]
De hecho, no sólo sólo se encuentran entre ellos, sino también con otras disciplinas como la escultura, la poesía fonética, la performance… pero todo esto es harina de otro artículo.

Pierre Schaeffer y arte sonoro

Pierre Schaeffer y Phonogen

Pierre Schaeffer y Phonogen

Un artículo necesario para iniciarse en la génesis del llamado Arte Sonoro que actualmente carece de una fundamentación histórico-teórica consistente y permanece en tierra de nadie.
Manuel Rocha Iturbide se une a la opinión que conecta la explosión del arte sonoro con la música concreta de Schaeffer. También plantea la necesidad de investigar históricamente su conexión y desarrollo en nuestros días. Razón no le falta ya que estas «nuevas» prácticas han sido mejor acogidas por el arte visual que por el mundo musical y electroacústico como opina el artista sonoro español Francisco López. Francisco considera al arte sonoro como algo que está entre sonido, música y arte visual y que paradójicamente interesa a más personas dentro del mundo visual que en el mundo musical, que piensan que no es música y por lo tanto no tiene cabida en ella.
El camino del arte sonoro ya es otro diferente al de la música y habría que aceptar y estudiar esta otra vía como algo necesario para su existencia y desarrollo.

Pierre Schaeffer en la era del arte sonoro

La revolución de los sonidos “no musicales”, es decir, de todos aquellos sonidos no instrumentales que nunca fueron contemplados en el que hacer de la música en occidente, comienza mucho antes de la aparición del ingeniero, músico e investigador Francés Pierre Schaeffer en la escena musical de la posguerra Europea. Schaeffer era apenas un niño de 3 años cuando Luigi Russolo hace su manifiesto del arte de los ruidos en 1913, contemplando por primera vez las posibilidades estéticas de los ruidos, así como su potencial para convertirse en sonidos musicales. En los años que siguieron, esta innovadora visión solo prosperaría en el medio de las artes plásticas  (y no en la música), en donde las primeras vanguardias del siglo XX no tuvieron miedo alguno en abrir la caja de Pandora, pero finalmente fueron incapaces de crear las bases de una nueva música al no tener las bases técnicas y estéticas que simplemente no podían existir en ese momento histórico.

Les tocaría  varias décadas más tarde a dos personajes fundamentales, por cierto nacidos casi el mismo año, en ser los primeros en teorizar y proponer nuevas maneras de hacer música con la inclusión de todos los ruidos. John Cage en Estados Unidos de Norte América, y Pierre Schaeffer en Francia. Cage estudió música, y aunque fracasó en la academia debido a su pésimo oído para la armonía (crítica que le hizo su maestro Arnold Shoenberg cuando estudiaba con el), nunca dejó de considerar a los instrumentos y a los parámetros musicales tradicionales (a excepción tal vez de la armonía) como válidos, simplemente cambió el paradigma estructural y formal en la música, proponiendo a la duración como único elemento capaz de organizar cualquier tipo de sonidos, incluidos aquellos que no son instrumentales, es decir, los ruidos.

Pierre Schaeffer en cambio, que no fue un músico estricto en un sentido académico,[1] y quien se centró exclusivamente en trabajar con la materia sonora y en crear una nueva teoría a partir del objeto sonoro concreto, realizó un cambio paradigmático que afectaría no solo al medio musical académico europeo[2]. Sus propuestas de una nueva percepción, análisis y manipulación de la materia sonora a través del magnetófono como instrumento nuevo (que permite por cierto reproducir y escuchar tantas veces queramos no tan solo un objeto, sino una obra musical entera), dieron cabida a una nueva música, la música Electroacústica, contemplada no ya como el resultado de una partitura preconcebida, sino como el resultado del quehacer plástico del artista sonoro en relación al sonido, del mismo modo en que un pintor va dejando trazos en un lienzo y experimentando con la mezcla de los colores y de las texturas.

Pierre Schaeffer fue el primer teórico que se deslinda totalmente de la música académica tradicional al decir, “La música concreta comienza en donde la música instrumental se acaba”. No es de extrañarse que los artistas sonoros actuales utilicen la definición de arte sonoro como una música nueva que se deslinda de la música tradicional. Schaeffer fue el primero en proponer un sistema creativo completamente inverso al de la composición, en donde la primera fase es la fabricación de materiales sonoros (mientras que en la composición es la concepción de la obra), la segunda fase es la experimentación con ese material (en la composición la creación de la partitura), y la tercera fase constituye la composición final de ese material, su organización (en la composición la ejecución de la obra). La realidad concreta es el punto de partida.

Schaeffer tardó años en su vida en realizar complejos tratados para darle un lugar a esta nueva música en el mundo, inventando un nuevo solfeo de los objetos sonoros. Sin embargo, es bien sabido que la música electroacústica de sonidos fijos tardó mucho tiempo en ser aceptada en los conservatorios y escuelas de música del mundo entero. De hecho, a la fecha la música concreta tal como la concibió Schaeffer sigue estando ausente en la mayor parte de los conservatorios del mundo[3]. También es bien sabido que este tipo de música le permitió a artistas interdisciplinarios que no estudiaron música tradicional, a convertirse en creadores sonoros. Un ejemplo claro es el poeta sonoro sueco Lars Gunar Bodin, quien comenzó a utilizar el magnetófono para expandir su poesía, para volverla más compleja mediante las manipulaciones típicas de esa primera época (loop, cortar y pegar, tocar sonidos al revés, cambio de altura de los sonidos con cambios de velocidad de la grabadora, etc).

La gran paradoja es que Pierre Schaeffer nunca se imaginó que su revolución se dirigiría en un futuro (medio siglo después) a validar una nueva forma de contemplar, producir y crear con sonidos ya fueran concretos o electrónicos. Me refiero al fenómeno no académico del arte sonoro a nivel mundial, en donde creadores diversos con distintas formaciones, convergen en la utilización del ordenador como una especie de magnetófono moderno, convirtiéndolo en un instrumento capaz de realizar músicas que no contemplan la forma, la estructura y la organización de sonidos tradicionales, sino la búsqueda de texturas, masas, colores y distintos procesos sónicos. Son propuestas más cercanas a las artes plásticas que al de la concepción de “la obra musical”, ya que son generalmente largas, y coinciden ampliamente con el origen schaefferiano de la música concreta.

¿Cuál es la herencia de Schaeffer en este siglo XXI? Su música, sus escritos, sus ideas, o el haber sido el primero en decir: “Los que no estudiamos composición podemos sin embargo crear una nueva música que no requiere de esos solfeos tradicionales, sino de unos nuevos que se basan tan solo en la escucha”. Aparentemente la idea de lo que fue la música concreta en las nuevas generaciones termina siendo un mito. Es increíble ver como casi ningún creador que se dice ser un artista sonoro conoce a fondo lo que fue el origen y el desarrollo de las músicas electroacústicas que se derivan de la concreta y de la música electrónica originada en los estudios de la Radio de Colonia en Alemania.

Actualmente, la música Electroacústica ha tenido un gran desarrollo en las universidades, pero la teoría estética en cambio casi no ha evolucionado. Me atrevería a decir que no ha existido ningún teórico de la talla de Pierre Schaeffer, y que nosotros, los académicos de la Electroacústica, somos los herederos de esta ardua tarea. Debemos desarrollar lo que nuestros abuelos nos dejaron como semilla y germen[4], pero al mismo tiempo, debemos traer estas teorías y estas ideas a la par de las nuestras (y no me refiero solo a las de Schaeffer sino a las de John Cage también, quien es un parte aguas fundamental en el trabajo con los ruidos), y ofrecérselas a los jóvenes creadores que no están interesados en ser compositores (en el sentido antiguo del término), sino creadores sónicos. Estos jóvenes autodidactas, son como niños maravillados que descubren y juegan con la materia sonora, pero tienen un potencial no desarrollado, el de evolucionar a través del estudio y de la creación de nuevas técnicas y propuestas, de ensanchar sus ideas, sus estéticas, de no quedarse estancados en el primer paso de la experimentación, que seguirá siendo noble y el más importante. Las nuevas propuestas estéticas no crecerán en tanto no aprendamos y revisemos estas primeras ideas, así como las que siguieron, y es aquí en donde tanto los compositores electroacústicos como los artistas sonoros tenemos una gran deuda con uno de los primeros teóricos en el campo de la música y la tecnología que nos dieron las bases de una nueva música, pero sobre todo, las herramientas para poder experimentar de una manera completamente nueva con la materia sonora.

Notas


[1] Schaeffer tocó algún instrumento de niño debido a que sus padres eran músicos. Existe un mito de que estos no querían que fuera músico y que lo obligaron a estudiar  ingeniería. Nunca sabremos porqué se dedicó a la ingeniería y no a la música, pero lo que si es cierto es que Pierre amaba la música tradicional así como la experimental, y que finalmente terminó dedicándose a una nueva música que no existía en ese momento en la academia, de la cual el fue el padre, el origen.

[2] Estoy seguro que los primeros escritos de Schaffer, así como su música, tuvieron que llegar a los Estados Unidos de Norte América en donde el mismo Cage realizó con técnicas de azar varias obras de cinta sola, llamada en ese entonces tape music, como es el caso de Williams Mix (1951).

[3] Excepto tal vez en Francia, en donde desde fines de los años sesenta, Schaeffer dio clases en el Conservatorio Superior de París. Luego, la música concreta se fue volviendo importante en otros conservatorios del país, y al final, con las nuevas tecnologías, pasó a ser música electroacústica.

[4] Schaeffer nació por cierto el mismo año que mi abuelo.

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EXP_antiGRAVITY

EXP_antiGRAVITY, proyecto de creación realizado por el compositor y artista sonoro Pablo Arcent y el diseñador de sonido y vídeo artista José Tomé que se adentra en las más recientes exploraciones de la percepción y la cognición del sonido, en la ampliación de las posibilidades de comunicación acústica y en el barrido de fronteras entre el pensamiento, la ciencia y el arte.

El proyecto cuenta con la participación de destacados compositores, performers, artistas sonoros, pensadores y científicos del panorama internacional. Héctor Parra, Francisco López, Annette vande Gorne, José Manuel López, Hildegard Westerkamp entre una extensa y heterogénea lista de colaboradores.

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En EXP_antiGRAVITY el  SONIDO en bruto es contemplado como «música» en potencia, música expandida y orientada hacia el futuro. Por otra parte, la propia MÚSICA, desde su gloriosa y longeva tradición, es contemplada como una forma muy específica de «sonido”.

En suma, una amplia mirada al desbordante panorama de las artes sonoras tanto en su dimensión filosófica y estética como en la puramente aural.

+Información del proyecto. Pablo Arcent y José Tomé